No me llames extranjero
Sembrar un sentimiento de rechazo e insolidaridad nos convierte en nacionalistas, exclusivos y egoístas
Malos tiempos corren para las personas de color en este país, para los procedentes de países árabes y todos aquellos que llevan la estela de venir de fuera. Es como si en los períodos de crisis, económica, pandémica o ambas a la vez, nuestros ojos no tuvieran más enemigo que seres humanos que huyen del hambre o de guerras civiles. Si en un gran saco introdujéramos a varios perros, aunque fuesen de la misma madre, y agitáramos y sacudiéramos con violencia el fardo, no tardarían en morderse unos a otros y, en cierto modo, eso es lo que nos sucede a los ciudadanos con papeles y a los foráneos sin papiros, que acabamos a bocados, unos por rechazarlos sin compasión y los otros por sentirse humillados.
Es verdad que los poderes públicos no hacen las cosas bien, cayendo repetidas veces en sus propias contradicciones. La acogida a inmigrantes sería siempre bien recibida en tanto no solapen la mala calidad de vida de muchos españoles que, al sentirse maltratados por la Administración, sienten agravios comparativos respecto a los recién llegados, que reciben asistencias y ayudas en perjuicio, muchas veces, de los nacidos aquí. Este es el mensaje que intentan transmitir voces políticas para sembrar un sentimiento de rechazo e insolidaridad y eso es lo peligroso, porque nos convertimos en nacionalistas, exclusivos y egoístas, incrustando en el mismo saco a todo el mundo, a los honestos y a los pícaros.
Las personas ociosas, por tanto, sin empleo ni ingresos, ya sean blancas españolas, negras, amarillas o musulmanas, serán siempre un germen de conflictos, porque procurarán su sustento de forma ilegal. Debería ser entonces tratado el asunto como un problema económico del sistema de producción, no desde el ADN ideológico de unos o el punto de partida de los que vienen. Sería necesario, pues, admitir a los inmigrantes con contratos de origen para trabajar de temporeros en faenas que ya nadie quiere realizar y acoger como exiliados políticos a quienes huyen por la hambruna y por las guerras, aunque el asunto es peliagudo mientras no se resuelva el tema económico, pues entiendo que las ayudas que deriven prestarse deben ser puntuales, nunca crónicas, pues la seguridad vitalicia invita a la comodidad.
En cualquier caso, España fue, primeramente, conquistadora, arribando en tierras extrañas para hacer cautivos a sus nativos, mano de obra barata y evangelizar inquisitoriamente a sus gentes; más tarde fue nación colonial, pues una vez conquistados los territorios y asentados sus campamentos militares y eclesiásticos, explotaron sus riquezas minerales y agrícolas para el comercio marítimo. Siglos después los movimientos migratorios continúan porque el sometimiento, las guerras y los intereses económicos y políticos de algunos agitan el saco de los desvalidos y los desamparados, amenazados por el hambre y la sospecha de la muerte. Algo habrá que hacer y corresponde a los políticos las respuestas más sensatas.
Y mientras esto siga así, sólo deseo una mayor sensibilidad, mejores reflexiones y un poco más de empatía a la hora de los juicios de valor, no etiquetar a las gentes por su procedencia, sentarlos de primeras en los banquillos de las presuntas sospechas y apartarles la mirada sin más razón que la convicción errónea de que no son como nosotros; cuando son también, como nosotros, seres humanos que se despidieron de sus raíces por obligación y con la nostalgia de quienes se van sin saber si volverán algún día. No todos somos iguales, ni los españoles que convivimos ni los que vienen de fuera y, llegado el caso, que sea la Justicia quien juzgue los excesos, los de los unos y los de otros, cuando tenga que intervenir.
El mundo que nos tocará vivir en los próximos años, sobre todo a los que por detrás vengan, será un mundo de corazones abiertos y manos tendidas o, por el contrario, aparecerá ese abismo irreconciliable que separa la cordura del odio, esa misma línea roja que muchos españoles emigrantes pueden encontrar en otros países recelosos, sintiéndose rechazados, invisibles y extranjeros.
Considero que sólo cuando se incumplan las normas, de las que entendemos tradicionalmente, de urbanidad, cuando alguien infrinja los principios básicos o no se readapte socialmente, saquemos in situ y del saco a quienes muerden sin razón y entonces, solo entonces, les pidamos explicaciones y les exijamos responsabilidades por conductas inapropiadas. Pero mientras, concedamos ese margen que incita la prudencia a la hora de enjuiciar y señalar, de forma gratuita, con fáciles generalizaciones.
Y como enlace musical recurro al cantautor argentino Rafael Amor y su tema “No me llames extranjero”, que resume muy bien el mensaje de este escrito.