No saber terminar (y El pastor y el lobo)
Asistimos desde el comienzo de la presente legislatura, sin siquiera aquellos cien días de gracia, a una continuada y quisquillosa fiscalización de las actuaciones del equipo de gobierno llevada a extremos casi tan surrealistas como plantarse en un parque, mirar a un pájaro posado en una rama y exclamar (mediante comunicado y rueda de prensa): ¡Ahí hay un problema! ¡Ese pájaro no vuela! Mientras el resto miramos con incredulidad y pensamos: no vuela porque está posado, ya volará. Pues sí, ahí estamos, soportando que cuando se rompe una baldosa en una calle algún partido de la oposición acuda a los medios locales de comunicación y en el tono más tiquismiquis posible nos haga partícipe de su descubrimiento.
Y quizás usted, querida persona, se pregunta qué hay de malo en ello, puesto que es un ejercicio propio de la oposición y resulta una muestra de que la oposición está despierta y desarrolla su trabajo. Y yo tendré que responder que sí, que no hay nada malo y que es su trabajo. Pero no lo haré. No así. No, porque hay varios factores dependiendo del tipo de queja que me impiden hacerlo. El primero referido a los cauces oportunos para denunciar menudencias, importantes pero menudencias, tales como la bombilla fundida de una farola, el baldosín roto o el semáforo en ámbar. Cauces que necesariamente se han de seguir para solucionar el problema y que no justifican la exhibición del propio partido político y la acusación pública al equipo de gobierno. El segundo factor tiene que ver con esa actitud tan de moda de no saber nada, no tener conocimiento de nada que haya ocurrido en un tiempo anterior a mi ejercicio de oposición. Da igual que hayan pasado dos meses o nueve, no recuerdo siquiera los proyectos que mi partido aprobó o dirigió cuando estuvo en el gobierno. Un insulto diario a la inteligencia de quienes vivimos en este país que ahora se traslada sin recato al ámbito municipal.
El tercer factor tiene que ver con la historia del pastor que anunciaba tantas veces la llegada del lobo que cuando vino el lobo se encontró con que nadie lo creyó. Y es que si es necesaria la presencia de todo el cuerpo de periodistas ante cualquier piedrecita fuera de sitio, comenzamos a olvidar lo importante. Y cuando llega la noticia importante, al llegar envuelta en el mismo ánimo belicoso que al anunciar la piedrecita suelta, disipa su importancia. Eso sin hablar, cuarto factor, de la deriva de cualquier comparecencia a un terreno casi diría personal y/o de competencia entre partidos: sacando directa o indirectamente trapos sucios, o sacando pequeñas espinas de anteriores relaciones. Una práctica, ésta, que homogeniza las intervenciones perjudicando el contenido. Una práctica perjudicial para el análisis de los problemas y de sus soluciones.
Pero no quisiera finalizar sin tratar el tema que da título a esta Vida de Perros: el problema de no saber terminar. Y con ello quiero referirme a no saber terminar una discusión, a intentar estar siempre por encima, como el aceite, a tener la última palabra. Última palabra que tras comunicado, réplica, contrarréplica, recontrarréplica, consigue alargar el debate hasta sobrepasar el nivel de hastío sufrible por la ciudadanía, que obviamente dejó de escuchar o leer hace cientos de líneas sin hacerse más idea que el afán de protagonismo y la intransigencia, falta de diálogo entre las personas elegidas para representarnos.