¡No te soporto!
Aunque todavía no he tenido ocasión de conocerte, no te aguanto. Es que me caes fatal. Cuando pienso en ti pierdo la compostura y hasta las ganas de comer. Le tengo pánico al momento en que nos conozcamos personalmente y espero que jamás llegue el día en que nos presenten. ¡Pero qué mal me caes! Pensar en ti me revienta hasta el punto de que sería capaz de cometer una locura. Te imagino y me vuelvo loco. Cierro los ojos y te veo llegando al portal de mi casa, vestido casi con harapos y zumbando con la moto a escape libre.
Otro día vistes impecablemente de azul marino, con el título de notario plegado en el interior del bolsillo de tu traje de corte italiano. ¡A mí no me la pegas! Me da igual el soberbio Mercedes que has aparcado en la puerta y tus modales correctos. Intentas caerme bien, y noto que te esfuerzas por ello, pero te he calado al vuelo. A los de tu calaña los detecto antes de que se asomen. ¡No te soporto! Me revienta tu presencia y daría lo que fuera por que desaparecieses de mi vida.
No me importa que me cuentes que han elegido tu proyecto para la demolición de la Plaza de Toros, ni que eres amigo de Leticia, o la mano derecha de Jesús de Polanco. Nada de lo que me puedas contar puede frenar el desasosiego que siento cuando te imagino esperando a puerta de mi casa.
Me da lo mismo que te hayan elegido capitán de los Ballesteros, presidente del club de Polo o director del hospital para monos. No me impresiona tu habilidad para las bellas artes, o para la mecánica dental, o para la tradicional. No te librarías ni aunque supieras torear al natural como Morante de la Puebla, ni aunque pilotases como Fernando Alonso. Si me quieres entusiasmar sólo tienes que hacer una cosa: lárgate a Katmandú y no regreses, por lo menos, hasta que Doña Vicenta nos obsequie con el soterramiento.
Si mi procesador de texto fuese más hábil, si mi escritura fuera más comprensible y si llegados a este punto tuviese la certeza de que a nadie le ha pasado por alto el cariz socarrón de lo que hoy aquí nos trae, te diría lo mucho que me apetece partirte las piernas y hacerme un llavero. No obstante, haré hincapié en el sentido metafórico de esta barbaridad, por aquello de las susceptibilidades.
Has tenido mala suerte chaval. Soy el peor hombre con el que te podías haber topado en esta vida. Aunque todavía estás a tiempo de salvarte de la perdición. Enrólate en el Juan Sebastián Elcano, recorre el mundo y salta por la borda al llegar a la Polinesia. Vuela sin motor. Bucea sin bombonas. Alístate para la última expedición del Columbia y pulsa el botón rojo cuando estés a 20.000 metros. Enrólate en el Gran Hermano y no se te ocurra salir del plató de Ana Rosa.
No permitiré que mi hija suba a tu moto, ni a tu Mercedes, ni que se vaya contigo a Los Arenales del Sol a pasar el fin de semana, ni que la lleves de compras a Nueva York, ni que le traigas un ramo de rosas para salir en la Ofrenda.
No quiero ni verte, y eso que todavía no nos conocemos, ni nos han presentado y posiblemente ni siquiera hayas llegado a Villena todavía. Nunca aparezcas. No podré soportar cuando aparques en la calle y subas a buscarla.
¡Menos mal, hija mía, que mañana sólo cumples 1 año! ¡Felicidades! ¡Ayúdame Señor!