Objeción
La vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega aprovechando la ola de euforia gubernamental provocada por la sentencia del Tribunal Supremo que no ha reconocido a los padres la objeción de conciencia frente a la asignatura "Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos" afirmó que en una democracia no se puede objetar contra esta materia. Eso ha dicho como quien se deja llevar liviana y con bermudas haciendo tabla sobre el mar. Sobre una brisa.
Mal que le pese a la Vicepresidenta y a todos los conmilitones que como secta corean y hacen eco de la consigna de la "prohibición" del Supremo, la objeción de conciencia, contra lo que sea, cabe siempre. En democracia o en dictadura. Que el ejercerla en un caso determinado sea legal o ilegal, que te cueste una multa, la cárcel, tortura o hasta la vida es otra cosa. Cabe siempre, precisamente, porque por ser de conciencia es decisión íntima, personal e intransferible. Nadie nos la puede imponer. Nadie nos la puede quitar. Porque no tiene más límites que la decisión personal. Volitiva, al ser de conciencia y siendo en conciencia, nadie puede obligar a nadie a hacer cualquier cosa que su ser más íntimo, ese con el que se habla muchas noches a oscuras y en soledad, no le permita hacer. Ni siquiera la ley. Aquí la máxima libertad inalienable del ser humano, la del individuo que enfrentado consigo mismo decide lo que decide hacer o no hacer en sintonía con su pensamiento, en armonía con su ser. Sin más barreras entonces que su sentir, que su entender, que su creer. Todo subjetivo. Todo libertad.
Un reo condenado a pena de muerte, en el pasillo de la muerte, en el patíbulo viendo de cara a la muerte, puede perdonar u odiar a su verdugo. Confesarse o no confesarse. Llorar como un niño o gritar como un loco. Reírse del mundo. Llorar por el mundo. Él su conciencia decidirá condonar o aborrecer. Hasta la muerte. La libertad es siempre el último deseo. Ese humo de la última calada al último cigarro que se escapa sin que nadie lo pueda aprisionar. No hay nada que pueda contra el individuo. A nadie se le puede obligar a nada. Ni siquiera a ser feliz. Nuestras fobias, nuestras querencias, nuestras labores no pueden estar determinadas exclusivamente por las leyes. Las leyes nos son útiles y pueden castigar el incumplimiento de lo que el común considera positivo para el común, o proteger contra aquello que se considera que perjudica al común; pero el individuo, por egoísta que nos parezca, debe estar por encima del común. No siempre lo legal es moral para toda persona.
Mala cosa cuando por servir al Estado se anula al individuo. Robespierre mandó cortar muchas cabezas, incluida la de Danton, en nombre del interés público, en nombre del Comité de Salud Pública, aséptico organismo social. Stalin, Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet, Castro... Cualquier dictador excusa su tiranía acusando de enemigo del Estado a quien denuncia su despotismo. Pero la voz íntima nunca debe callar. O acaso el silencio intestino no tiene por qué hablar. Hablo o callo desde mi libertad. Desde mi conciencia.
Pío Baroja en "El árbol de la ciencia" nos contó que en el velatorio de Rafael Villasús entró un viejo con melena y barba blancas, cojeando, apoyado en un bastón y completamente borracho que con voz melodramática gritó: "¡Adiós Rafael! ¡Tú eras un poeta! ¡Tú eras un genio! ¡Así moriré yo también! ¡En la miseria!, porque soy un bohemio y no venderé nunca mi conciencia. No."
No. Nosotros tampoco la venderemos. Ni borrachos.