Obras incontroladas e interminables
Seguramente estarán ustedes conmigo en que hay poca formalidad cuando damos por finalizada una obra y, sorpresas de la vida, la modifican, o reparan, o la deshacen para volverla a levantar. Y por curiosidad se nos ocurre preguntar ¿pero esto no lo habían terminado? y nos suelen responder sí, pero se les olvidó esto o lo otro, o no midieron con eficacia, trabajaron con prisas y ligerezas o, simplemente, no lo han hecho bien. Y si preguntamos con incredulidad, tras la respuesta se nos queda cara de tonto. Porque este asunto es el cuento de nunca acabar.
Tampoco me consuela el hecho de que ocurre en todas las ciudades, porque en todas partes cuecen habas. No, no me tranquiliza, porque ya sea la chapuza aquí o allá es con dinero público, es decir, nuestro. Sería larga la lista de obras, y ya me refiero a Villena, que finalizadas y recepcionadas fueron luego revisadas y necesitaron una nueva intervención. Ni las voy a nombrar ni tampoco entretenerme en las causas técnicas que obligan a otra actuación, pero todas tienen un denominador común: algo no se hizo bien. Pavimentos que se abren, calzadas que se agrietan, aceras que se hunden, fugas de agua que rezuman
En una calle el alquitrán no es lo suficientemente compacto, en un futuro recinto deportivo se olvida el necesario generador de energía, en un centro de nueva creación nadie sabe, ni siquiera el director de obra, dónde están los contadores o la toma de agua y un sinfín de ejemplos más. No vale la vieja excusa de que no se devuelve la obligatoria fianza si la finalización delata irregularidades. Es que no ha lugar para la chapuza porque ésta es inadmisible. Las meteduras de pata o el listado de desperfectos no cabe ni en un ayuntamiento responsable ni en una empresa seria. El primero está obligado a controlar, la compañía contratada a cumplir con lo acordado.
No pretendo trasladar una crítica a nuestro actual gobierno municipal, ni siquiera a los anteriores. Sin duda es un problema demasiado general, pero con los problemas financieros, y más en tiempos de crisis, sería necesario eliminar vicios y costumbres instalados desde hace muchos años. Los ayuntamientos adjudican obras tras concurso público y las empresas elegidas se supone que son las más ventajosas en cuanto a precios y calidades del trabajo. Se conjetura, porque si no hay control pueden darte gato por liebre. Si se concede una contrata se acuerda el coste, el tiempo de ejecución, las posibles mejoras y la calidad ofrecida.
Resulta imprescindible pues un riguroso y sistemático control de todo el proceso y su cumplimiento. Comprobar que los materiales se ajusten a lo convenido, que la plantilla laboral sea inexcusable, que los plazos sean los concertados y todo casi a pie de obra. Ese ingrato cometido lo hacía a la perfección Pepe Martínez Ortega, uno de los mejores concejales que ha tenido nuestro ayuntamiento. Sin embargo, si no fuese posible un político, porque es imposible dominarlo todo, podría desempeñar esa función un técnico, ya sea un funcionario específico o bien alguien contratado para esta función. El caso es fiscalizar que lo firmado ofrezca las exigidas garantías.
Esta figura vigilante y en alerta, con la documentación de la concesión y la memoria de calidad en mano, evaluaría tanto el ritmo como la naturaleza de los trabajos y, en cualquier caso, su frecuente presencia al pie del cañón serviría de advertencia disuasoria. Las empresas concesionarias han jugado siempre con ventaja, la del nulo rastreo de las administraciones locales en la ejecución de las faenas. Las compañías facturan y los ayuntamientos pagan, y si insuflan los recibos nadie se entera. Esa es la cuestión. Y usted, como yo, estará de acuerdo en que con su dinero, efectivo público, no se juega. Ya nos sojuzgan bastante.