Pagando y sin servicio
Cuando pagamos los impuestos, obligación casi ineludible, nunca ponemos buena cara. Sólo nos consuela pensar que esos dineros están a buen recaudo y tendrán un destino feliz; es decir, que servirán para todo un colectivo social y se traducirá en mejoras y servicios que dignifiquen la vida de los ciudadanos. Este caudal económico lo gestionan los políticos desde sus distintas administraciones y confiamos también que su distribución sea sensata, coherente, justa y equitativa.
Antaño a nadie se le ocurría pensar que alguna mano rapaz birle parte de la tesorería común. Hoy casi todo el mundo lo sospecha porque esa práctica está peligrosamente institucionalizada y generalizada, los mecanismos de detección funcionan tarde y mal, las depuraciones políticas no se estilan, las responsabilidades penales son exasperadamente lentas, los castigos irrisorios y los dineros desaparecidos nunca repuestos. Como además existe una Amnistía Fiscal, consentida por los grandes partidos, que indulta a los amantes de los paraísos fiscales y se les perdona unos impuestos más acordes a la élite enriquecida, dejando de ingresar el Estado por ello unos tres mil millones de euros, la población no está ligeramente indignada, sino cabreada.
Cabreada porque se siente impotente ante tanto lujo permitido y tanta tomadura de pelo, cuando esos impuestos obligados no revierten en beneficios para la sociedad, más al contrario, menguan y menguan causando un gran perjuicio para los ciudadanos. Vean si no y como ejemplo la cantidad de obras que se hacen del heraldo público que, de la noche a la mañana, pasan a manos privadas. Autopistas que luego el sector privado explota con peajes, empresas públicas que se regalan a mejores postores y que luego reclutan a impostores políticos desempleados (acuérdense de la habitual práctica ahora te adjudico pero luego me contratas), hospitales que se externalizan, nueva acepción del vocablo privatizar y un sinfín de torpezas más.
Que hay crisis ya lo sabemos todos y que para salir de ella hay que preferir el corsé al cinturón ancho, también. Pero la sensatez no es desmantelar los servicios sanitarios, ni incrementar las tasas judiciales, escolares o universitarias, no es desprotegernos de prestaciones básicas y universales, ni tan siquiera el hacernos pensar la posibilidad de que cuando llegue el día no haya dinero para las merecidas pensiones y sin embargo nos lo están haciendo creer. La sensatez es velar para que los servicios necesarios sigan funcionando y desterrar el pretexto de que resultan caros. Los servicios públicos no son productivos, es verdad, pero son básicos.
Por eso no cabe en ninguna cabeza cuerda la supresión de los servicios de urgencia y nocturnos en los ambulatorios y centros de salud, medidas que se están implantando en las dos Castillas, Cataluña y Madrid, con la seguridad que se extenderá la idea al resto. La excusa de que es un servicio poco rentable para poblaciones pequeñas y que tengan un hospital a una hora es demencial. Como afirma un alcalde catalán, es como si en un año, en una ciudad, no hubiera incendios y tuvieran por ello que prescindir de los bomberos.
Un infarto, un ictus, una peritonitis, una hemorragia o una inesperada hipertensión no tienen ninguna esperanza a una hora de camino, so pena de que salvando la vida en el centro hospitalario queden secuelas irreversibles. Aquí en Villena nada es oficial, pero el rumor crece. ¿Se imaginan que se clausure el servicio de urgencias a partir de las ocho de la tarde y haya que acudir al Hospital Comarcal? ¿Existe el riesgo de que desaparezcan las especialidades y se concentren en Elda? ¿Es posible también el cierre de las farmacias de guardia? Por supuesto, y si no al tiempo. El que haya gente que abuse de estos servicios no significa que no haya personas que los necesitan de verdad. De modo que si con dinero pagamos, qué menos que nos lo devuelvan en servicios indispensables; si no, los cabreados podremos perder la cabeza.