El Diván de Juan José Torres

Palmeros

Palmeros, según los reglamentos lingüísticos, son los que acompañan con palmas los bailes y ritmos flamencos, también los que ejercen el digno oficio de recoger los frutos del árbol palmáceo y, por supuesto, los habitantes de La Palma. Sin embargo en este país nuestro, donde abundan los silenciosos humildes y los miserables indignados, junto a sinvergüenzas que no caducan, el término palmero apela también a aquellos que adulan y lisonjean exageradamente a determinadas personas, bien sea por su poderío económico, bien por su liderazgo, bien por ser un político prometedor. Yo no aguanto a estos últimos.
Los peloteros de la política se confunden porque apuestan fuerte y el agasajado no es para siempre, amén de que luego salga rana, hábito que ya estamos acostumbrados. El admirador de un líder musical puede serlo para toda la vida, aun ya retirado el artista; el incondicional de un torero morirá sin perder la pasión y el fanático de un futbolista besará su escudo y sus colores. El palmero idolatra al político por convicciones transitorias, atiza al contrario y protege al suyo, aun sin razones convincentes; diluyéndose el agasajo cuando el representante público se ha retirado con dignidad o ha caído en desgracia, asunto también rutinario, acosado por los tribunales o apartado por las urnas.

Los palmeros, que además de hacer palmas con las manos son capaces de vitorear con los carrillos de las nalgas, pueden serlo por dos motivos: vocación o interés. Los primeros, porque dando palmaditas a quien ostenta el poder se sienten partícipes de él. Abrazan al líder y les sube la adrenalina y, por tanto, la autoestima. Ser amigo de alguien importante es merecedor de decirlo ante el auditorio que se tercie. El morbo de llevarse bien con quien manda no tiene precio y el “sí buana” está asegurado. El apoyo público es más notorio que el privado y el babeo ha de hacerse con testigos, mejor con foto.

Los palmeros por interés me preocupan más. Ya lo delata el sustantivo. El apego, ya no necesariamente público, es por provecho personal. Un negocio puede tener beneficios, dividendos y comisiones si estás del lado correcto; y la ganancia está más asegurada si se parte con ventaja. Ya es viejo el tema: información privilegiada, adjudicaciones por la cara y apartar a la competencia. Estos palmeros dan miedo, porque con el pretexto de crear empleo y generar riqueza hunden al de enfrente, que también podría crear ocupaciones e instaurar bienestar. El caso es que la palmada de hoy será para otro, mañana.

Palmeros los ha tenido Zapatero y, como el desodorante, le han abandonado. Los tuvo Camps y ya nadie se acuerda de él. Le dieron abrazotes a Ripoll a cambio de “si te he visto no me acuerdo” y los ha tenido, y aún conserva, nuestra Celia Lledó. No obstante la concejala ha ido perdiendo adeptos, como los sacerdotes en los confesionarios y, si no remonta el vuelo, sólo la evocará su familia. Razones de peso para que la exalcaldesa necesite señales de humo, que visualicen su presencia, a sus incondicionales zalameros. Los suyos por interés desaparecieron, pues los objetivos están en otra parte; los vocacionales parecen perder la fe.

Así se manifiesta si nos atenemos a los tradicionales foristas que la defendían a ultranza, pues han decaído sus aportaciones de forma alarmante, actitud que me hace pensar si no serían más palmeros por rédito que por afición. Sea como fuere se equivoca Celia en la estrategia para no perder fieles. No puede atacar al nuevo gobierno municipal sin argumentos, asegurando la “Primera Gran Crisis” del tripartito, más cuando se llevan estupendamente y hasta ahora están siendo honestos y transparentes. Sólo espero que Patxi no se rodee de palmeros ni por intereses ni por devociones. Mejor antes la autocrítica y después el juicio.

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