Pedro Elías Herrero
De vez en cuando asoma una triste noticia, no por ello inesperada, y me cambia el chip. Por eso dedico esta columna a Pedro Herrero, quien durante muchos años fue párroco de Santa María y hace unos días abandonó esta jungla mundana y terrenal a la que aportó reflexiones y duras críticas desde el púlpito y las calles. Hay hombres tan buenos y tan cálidos que, cuando se van casi sin decir adiós, obligan por cuestión de honor, más que de fe, A dedicarles unas palabras de homenaje y de resistencia contra el olvido. Así fue con Paco García y Juan Cantero y por la misma razón, porque fueron especiales, toca ahora con Pedro.
No soy persona que intimara mucho con él, pero siempre he defendido que no es necesaria la presencia física para estimarlo, como tampoco es obligatorio el abrazo entre la distancia si es que se aprecia a alguien. Existe un cordón umbilical invisible que a veces es tan intenso que no se pierde si los años pasan. Pedro, ese hombre menudo, delgado, de mirada amigable y lengua mordaz, tan inquieto e hiperactivo que ponía nervioso a cualquiera, tan profundo y reflexivo, tan solidario y enérgico, ha sido víctima de un tremendo e imperdonable pecado: no era diplomático, porque era sincero. Políticamente incorrecto y religiosamente peligroso.
Hace muchos años le confesé que mis hijas, entonces pequeñas, no estaban ni bautizadas ni, por supuesto, habían recibido la primera comunión. Argumenté que, cuando fueran mayores y en plenas facultades de razón y voluntad, eligieran ellas. Me respondió el hombre: ¿y a que están tan frescas?. Y conociéndole no me extrañó su comentario. Porque era así de franco. Desde el púlpito denunciando insensateces e hipocresías, en las esquinas del Rabal protegiendo a las víctimas de la droga y maldiciendo a los responsables, comiéndose el llanto en un impotente abrazo con el más necesitado, prestando su servicio cristiano y su tiempo humano a quien necesitara ayuda.
Pero, ojo con él, fue implacable con quienes hacían un arte de la falsedad en beneficio personal, puso el dedo en el ojo a los católicos de pacotilla, predicó el evangelio con su propio ejemplo, desprovisto de bienes, austero, modesto, entregada su alma a los que pedían un SOS, aunque no tuvieran ni carné ni credenciales de apostólica cristiandad, vivió suspirando por los demás, sin mirar orígenes, procedencias, religiones, sexos o ideologías. Así fue Pedro, el de Santa María, el cura que algunos malditos bautizaron como el cura rojo. Como si darse a los demás, sean quienes sean, tuviera color.
Luchó a favor de la igualdad de la mujer, peleó contra la violencia de género, propuso modificaciones en nuestras Fiestas dándole el tiempo la razón, argumentó cambios estructurales en ámbitos locales entre lo que debería competir a los asuntos de la iglesia y a los otros civiles, gritó justicia y solidaridad, fue esclavo de sus profundas creencias y acabó enfermo, achacoso de dolor y soledad porque antes fue vendido. Por los judas que siempre existieron en todas partes y no por monedas, sino por tranquilidad. Bastaron algunas llamadas por teléfono al Obispado para deshacerse de este santo bendito que sólo molestaba a los hipócritas.
Desde el púlpito acusó no a los incrédulos, sino a los falsos de comunión diaria que aporrean todos los días con el mazo, convirtió su atril en un martirio a la mentira, en un Pepito Grillo a la comodidad, indagaba en las profundidades del alma y apelaba a la generosidad con lo ajeno, no a su apropiación. Y defenestrado por no decir mentiras, cuánto me ofende que otros atriles eclesiásticos sean mensajeros de pederastas o embusteros, disfrazados sus sermones celestiales. Sólo me queda desearle que descanse en paz. Lejos ya de dedos acusadores. ¡Goza de la eternidad! Aunque no sea a la diestra del Señor.