Política, caducidad y ética
Imagínense ustedes una persona, da igual su género, que decide participar en política de forma activa. Como no puede representarse a sí mismo/a lo hace en las filas de un partido, ya sea como afiliada o como independiente. Sus armas, una determinada inclinación ideológica, ilusión, ganas de trabajar, aportar ideas y una buena carga de honestidad, y todo ello a pecho descubierto. Si es electo/a será en la oposición o en el gobierno. Si está en el primer grupo ya nace mutilado su esfuerzo, pues la actividad laboral, si es que se tiene, dificulta las tareas de recopilación informativa y el trabajo de oposición; y si el gobierno es tirano, como es habitual, ninguneará cualquier representación e información, y el mínimo intento de aportar algo resultará utópico.
Si está en el segundo grupo, en el que gobierna, ya consiguió el poder. Llegado a este punto es fácil encontrarse espinas no previstas: cuanta más mayoría menor respeto a las minorías lógica depredadora, una disciplina de voto que a veces hiere la sensibilidad personal y una maquinaria administrativa que, lejos de facilitar las cosas, desespera por su tecnicismo burocrático y excesiva lentitud. Pero si se ostenta el poder aún no se garantiza nada, pues se depende, y mucho, del criterio de administraciones políticas superiores. Muchos proyectos se quedan en el camino porque los de arriba visten de otro color y hablan otros lenguajes de distintos códigos y, aunque inmoral, se legitima el boicot y la sordera. Otras veces la idiotez imperante margina el éxito de un proyecto porque se menosprecia el respaldo unánime y la colaboración de la oposición. El juntos podemos queda, muchas veces, en ridículo por posturas partidistas.
Y entre tanto es frecuente asistir a lecciones magistrales de demagogia, cruzándose los unos y los otros en acusaciones de gestión y, lo más triste y en algunas ocasiones, en descalificaciones personales. La demagogia es fácil de entender y viene a ser, en lenguaje sencillo, cuando alguien, colectiva o individualmente, acusa a la otra parte de algo que la parte denunciante ya infligió. Y si nuestro honrado personaje se encuentra en un gobierno de mayoría absoluta también puede encontrarse con socavones en medio de la tranquila autopista. Porque sucede con frecuencia que la poderosa mayoría se desmorona por ambiciones de familias y corrientes, se ciega tanto en el triunfalismo que insulta a la discrepancia y a las voces de las minorías y, pensando que el poder lo es todo, se acomodan en una burbuja surrealista muy lejos de los acontecimientos cotidianos.
Suele pasar también que la persona que lidera la gloriosa rienda del gobierno tenga unos asesores tan afines que, tanto elogio, acabe por confundirla. Y el peligro de la confusión, en estos casos, ocasiona más que la duda una autoestima infinita. Mal asunto es disponer de consejeros tan cercanos, pues existen lealtades y recomendaciones no esclavas del babeo y la zalamería que debieran ser tenidas en cuenta. Y si, además, nuestro político protagonista observa que la prestación pública se convierte en servilismo, que el servicio desinteresado se transforma en pasadizo hacia el interés personal, y que la experiencia política, con fecha de caducidad, puede camuflarse en un impune poder vitalicio, nuestro personaje acabará por elegir entre la claudicación o la aventura de supervivencia económica con recursos públicos.
Entiendo la política como un instrumento para servir al ciudadano, esté quien esté. Acepto la política con todos los recursos disponibles, incluyendo las voces y aportaciones minoritarias. Detesto la política cuando se utiliza de trampolín para intereses personales y me repugna la política cuando alguien controla los destinos de un pueblo con una particular verdad absoluta. Porque las verdades son la suma de muchas y todas las verdades.
Fdo: Juan José Torres