Por entregas
Por lo que leo, el niño Henry James se escondía debajo de una mesa para seguir la lectura que su madre hacía en voz alta de las entregas de "La historia personal de David Copperfield". Si fue así, el niño Henry James seguro que tuvo que esconderse muchas veces porque la monumental novela de Charles Dickens, con ilustraciones de H. K. Browne (alias Phiz), fue editada por Bradbury & Evans de Londres desde mayo de 1849 hasta noviembre de 1850. Un año y medio de entregas bajo el largo título "The Personal History, Adventures, Experience and Observation of David Copperfield the Younger, of Blunderstone Rookery (Which he never meant to be Published on any Account)". ¡Un año y medio de entregas! Y este periodo no era mucho tiempo para el público porque "Oliver Twist", la segunda novela de Dickens, se había publicado años atrás mediante veinticuatro entregas mensuales. Dos años, por lo menos, de entregas.
Desde el placer y el lujo de poder disfrutar ahora de estas lecturas de tirón, aunque sea tirón dilatado y en los plazos que cada lector determine o pueda marcarse, me imagino aquellas salitas de estar con pesadas cortinas y visillos, escasamente iluminadas por quinqués, me imagino aquellos bares, aquellas tabernas, aquellos cafés humosos, aquellos hogares populares, aquellas bibliotecas de casino, aquellos locales donde desperezaba el movimiento obrero... donde la gente, por dosis, se reunía para atender la lectura de las aventuras escritas, los oídos abiertos y los rostros atentos siguiendo la historia, conteniendo la respiración, hasta que llegaba el punto final del capítulo. Y cuando llegaba este punto final, hasta la siguiente entrega, sólo quedaba la imaginación y la aventura de la elucubración. Y los comentarios tanto de lo que ya se sabía, tanto de lo que, por los que se arriesgaban a listos, se suponía que iba a pasar.
Leyendo el "David Copperfield" este verano pasado, a pierna suelta, en una cuidada edición de Alba (Barcelona, 2003) edición que rescató los dibujos de Phiz, no sé si hubiera soportado una lectura por entregas de la novela, porque el relato, alimentando la curiosidad, es de los que te llevan hacia delante enganchándote. Y cuesta abandonarlo. Así, en contraste con mi placer, dueño de los plazos, me imaginaba la expectación en las mentes de aquellas generaciones de lectores y escuchantes que tuvieron que, sin remedio, educar su paciencia. Que tuvieron que esperar la tanda. Y me preguntaba si nosotros podríamos ahora soportar esa tortura en este mundo en el que todo lo que queremos, lo queremos ipso facto. Ipso facto y atiborrándonos.
Porque durante la reflexión, vinieron a mi memoria provocándome cierto desasosiego aquellas series televisivas que me entretuvieron durante la infancia, cuando ni siquiera teníamos vídeos para grabarlas. Nos las echaban capítulo por capítulo. Sin ninguna prisa por agotarlas. Teníamos que acoplarnos a ese ritmo y soportar con estoicismo los finales de intriga. El continuará en el instante tenso, a pesar de esperado, no dejaba de dolernos. El suspiro, que también liberaba la tensión acumulada, era largo como la espera. Y no había más remedio que esperar. Y esperábamos sin remedio. Hasta la próxima semana. ¿Próxima?
Mis hijas, o los adolescentes que tengo por alumnos, quieren muchas veces ¡ya!, lo que ni siquiera han terminado de pedir. No han aprendido, no les hemos enseñado a, y no saben, esperar. Sí, puede que sea un decir; pero viéndolos con tanta prisa para satisfacer lo que quieren, me parece que han aumentado la exigencia, muchas veces hasta impertinente, perdiendo la paciencia. Y perdiendo la paciencia hemos perdido la emoción por la expectación. Además, la tele satura.