¿Por qué lloran nuestros parques?
Paso una y otra vez por, alrededor, sobre, a través de la Plaza del País Valenciano. Esa plaza que, explico para quien transcurra en otras zonas de la ciudad, se encuentra inserta como un bocado en medio de una serie de edificios lindando sólo dos de sus lados con las calles Independencia y Progreso, y alargando un pasillo hacia la calle Vereda. Un parque de escaleras con una pequeña pista donde los niños juegan al fútbol en diagonal (en forma de L sería más correcto) separada de un parque de juegos infantiles por una fuente alargada desde donde vigila el delfín más triste y sucio del mundo.
La Plaza, que vio desaparecer paulatinamente la tierra de sus entrañas hasta convertirse en el monstruo que ahora es, tiene un color anaranjado comido por el tiempo. Las rejillas de sus desagües apenas encajan en su lugar, presentan signos de oxidación y sobresalen sobre la acera. Los maceteros, también sucios y rotos, aparecen con la pintura descascarillada. En fin, para qué seguir. Si bastara con decir que la plaza se cae de vieja, no tendríamos que soportar las últimas intervenciones allí realizadas: un parque de juegos infantiles rodeado por un horrendo muro cubierto de cemento, con intención de ser una fea imitación tal vez de algo lejano a la obra de Gaudí. Un muro de más de metro y medio de altura que, obviamente, no permite ver el interior del espacio de juego es necesario entonces adentrarse en el recinto para supervisar la supuesta diversión de los pequeños. En fin, para qué seguir.
Uno continúa su camino una vez deja la plaza atrás y no puede evitar hacer un repaso por el resto de parques de la ciudad. Desafortunada tarea, pues las imágenes que voy evocando casi son peores que la mesa de mi despacho en sus peores momentos les aseguro que si la vieran no les cabría la menor duda. Con todo, puestos a dilucidar la prosopopeya propuesta como cabecera de la columna, intentaré hacer un juego de asociaciones al modo de respuesta rápida y sin pensar, por lo que puede que algunas de mis respuestas ya no sean procedentes, al menos queda la impresión genérica de este villenero. Plaza Martínez Olivencia: ¿Todavía continúa en obras? ¿Sigue allí aquella inútil pajarera? Parque del Mercado: ¿Qué sacamos con su encarcelamiento? Parquecillo de la calle Pablo Picaso: ¿Cuándo dejó de ser el parque de los enamorados? Plaza de María Auxiliadora: sucia, encharcada, con una zona baja donde apenas nadie se adentra. Paseo Chapí: oscuro, con el suelo resbaladizo y agrietado. Plaza de las Malvas: podría ser uno de los mejores espacios para tomar unas cañas
Da igual, no voy a continuar enumerando. En general me parecen todas estas plazas (¿parques?) espacios donde no pueden disfrutar los niños, donde tiene poco sentido pasear o leer el periódico porque no son lugares agradables, no se refieren a la imagen que uno tiene cuando piensa en un parque. Hacer vida en un parque: quedar allí con los amigos, esperar a los más tardones mientras se acaba con una bolsa de pipas, leer el periódico, jugar con el balón, dar las primeras culadas con los patines, los primeros metros con el triciclo, leer tranquilamente una revista o un periódico, dejar que el sol de invierno nos caliente la cara o las manos mientras nos sentamos y vemos cómo la vida pasa alrededor
¿Que por qué lloran nuestros parques? Será porque no los utilizamos, no los queremos, no los cuidamos. Desprovistos de muchas virtudes lloran por su aspecto y lloran, no es para menos, por el futuro que les espera.