Fuego de virutas

Profesión

Mal llevo en mi profesión cuando cubriendo alguna guardia tengo que comunicar al alumnado la falta de algún profesor. La respuesta de los alumnos, siempre espontánea, es alegría: —¡Bieeeen! —gritan alborotados. La posibilidad de una hora sin clase es desahogo. Y no digamos si había unos ejercicios por corregir que no se habían hecho. O un examen. Aquí la alegría es más intensa. Cuando el motivo de la ausencia del docente es por razones gozosas (nacimiento de un hijo, boda...), la alegría del alumnado apenas duele. Sí cuando la falta es por enfermedad o por algún hecho luctuoso.

José Luis Ferris nos recuerda en "Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta" la anécdota que Antonio Luis Galiano Pérez evoca en un artículo publicado en "La Lucerna" en octubre de 1994. "La Lucerna" fue una interesante revista socio-cultural editada en Orihuela en los años noventa, concretamente entre 1991 y 2001. Una revista que tuvo una periodicidad variable (mensual, bimensual y trimestral) cuya lectura me recomendó uno de sus hacedores, el poeta José Luis Zerón Huguet. Conforme voy descubriéndola entiendo por qué, extinta, fue alivio para muchos contemporáneos. Y voy apreciando la mucha carne en el asador que puso gente que, como Zerón, he venido conociendo en estos años para mi riqueza personal. Pero no nos deslumbremos ahora con la atractiva "lucerna" y volvamos a la anécdota que traía Galiano Pérez en aquel artículo titulado "Las escuelas del Ave-María". El historiador dedicaba su escrito a uno de los maestros de Miguel Hernández, don Ignacio Gutiérrez Tienda, discípulo del Padre Manjón, maestro de esa casta de maestros entregados a una necesaria renovación de la docencia. Lo que entre otros datos de interés nos cuenta Galiano es lo sucedido aquel día que don Ignacio tuvo que comunicar a sus alumnos que no habría clase, que tenía que marchar a Granada porque su madre había fallecido: "la voz de los niños fue unánime: ¡Viva que se ha muerto la madre del maestro!".

Así las cosas, en el presente curso, la Conselleria de Educación quiso para la Evaluación Diagnóstica en Primaria un texto titulado "La gran noticia de la señora Pichote". La lectura, ante la protesta de la comunidad educativa, ha quedado en anécdota, sustituyéndose por otra. Lo de la señora Pichote es un texto extraído del libro "El Capitán Calzoncillos y la furia de la Supermujer Macroelástica", del escritor e ilustrador estadounidense Dav Pilkey. La profesora, paradigma de la Rottenmeier de Joanna Spyri en "Heidi", entra a clase "con más cara de enfado que de costumbre", chilla y comunica que se jubila: —¡Bieeeen! —gritan los niños. Pero la alegría les dura poco al añadir la maestra que su jubilación no será hasta final de curso. Por si la imagen de Pichote quedaba poco abominable y ridícula –que ya el nombre desmerece por aquello de... "Eres más tonto que Pichote"– se nos desvela que su helado preferido es el de sabor de "requesón de cabra rusa". Para remate, Pichote obliga a sus alumnos a elaborar tarjetas para su jubilación. Sin inmodestia.

No está el humor del colectivo magisterial para tolerar estas licencias, ni siquiera cuando es posible que muchos maestros hayan seleccionado alguna vez como lectura la obra de Pilkey. Sacarlo así y en una prueba diagnóstica tal como está el patio es lo desafortunado. Porque no estamos para que se dé una imagen tan ridícula del gremio. Al final, "La Cebra Camila", un tierno cuento escrito por Marisa Núñez e ilustrado por Óscar Villán, sustituyó a la señora Pichote. Entiéndasenos bien: el cuento de la cebra sustituyó al cuento de la señora Pichote.

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