Protocolo de decencia
Menuda se ha liado con las formas poco protocolarias de nuestro alcalde, ese de nombre vasco. Que se desplazara en bicicleta a la Alcaldía hasta resultaba simpático, gesto simbólico, ecológico, deportivo y ahorrador. Su sencillez en la vestimenta ha pasado casi inadvertida hasta las tradicionales Fiestas de septiembre. Tanta presencia en obligados actos, tanta responsabilidad en primer plano sin chaqueta ni corbata, tanta simpleza en las normas del protocolo han espolvoreado las quejas de unos y los comentarios perniciosos de otros, como si en el vestir radicara la mágica varita.
Yo, si les soy sincero, estoy con Patxi. Si siempre vistió de aquella manera y huye de etiquetas y falsas presencias, por qué cambiar. Sé que el protocolo es algo casi necesario, una norma de viejas tradiciones que, si se cumple a rajatabla, queda formalmente elegante y elude la improvisación, es decir, que es políticamente correcto. Pero uno está de vuelta de muchas cosas y ya no me seducen ni los trajes, ni las finuras, ni los refinamientos. ¿Saben por qué? Porque estoy harto de tanto ritual en el Congreso de Diputados, en el Senado, en los Parlamentos Autonómicos, en los Consejos de Ministros, en las fastas ceremonias.
Un buen traje y una linda corbata podrán hacernos más guapos, pero no mejores personas. El buen porte con la adecuada vestimenta magnifica presencia y distinción, más no deja de ser apariencia. Vean si no la abundante mediocridad de diputados, senadores, banqueros y especuladores. Se engalanan maravillosamente pero no pueden disimular sus miserias ni sus mentiras. De modo que, razonado el asunto así, prefiero la máxima simplicidad si al gesto sincero le acompaña la franqueza.
¿De qué sirve un regidor con bonitas palabras, con verbo fácil, inmaculadamente ataviado, con sonrisa de anuncio y respuestas para todo si, a la hora de la verdad, es egoísta, pendenciero, manipulador y falso? Y políticos así pululan por todos los pueblos de España. Prefiero un descamisado con mirada transparente a un inútil fantasioso, antepongo un descuidado sincero a un Casablanca de cine, me inclino por un personaje generoso, aunque informal, a un adulador de la pasarela. Me agradan las personas sin ases en la manga, sin máscaras, sin psicopatías, sin dobles personalidades. Me gustan las gentes limpias frente a las que están de carnaval todo el año.
¿Para qué le sirvió el engominado a Mario Conde, la arreglada barba a Luis Roldán, el bigote daliniano a El Bigotes, la seducción a Marichalar, los anillos al presidente de la Fundación del Palau de la Música, Miret, la virilidad a Berlusconi o los trajes a Camps? Machotes ellos, habladores, impecables, forrados, gloriosos pero estúpidos, mentirosos, estafadores, cicateros y despreciables. Si el hábito no hace al monje, la fachada a veces necesita del algodón para que no engañe. No todo lo que reluce tiene valor, basta con frotar un poco el caparazón para detectar el señuelo. De manera que el protocolo suele ocultar la verdad, pues se adorna de parafernalia.
Los que conocemos a Patxi sabemos de sus aptitudes. A sus defectos, que los tiene como todo hijo de vecino, se le añaden cualidades casi en extinción, como la modestia, la honradez, la veracidad, la paciencia, la atención a los demás, la sensibilidad a temas para otros intrascendentes, la solidaridad, no de boquilla, sino avalada por sus actos. Quienes aún no lo conozcan apreciarán, con el tiempo, su exquisita sencillez. Su integridad es más grande que las mejores corbatas y los más caros chaquetones y ponerse convencionalmente ceremonioso le intimida, le desagrada, le asusta y hasta le ofende. Porque la decencia está en el corazón y en los ojos nobles, nunca en la suntuosidad.