Raspaja & Bajoca
Querido amigo, querida amiga, cuando termines de leer esto coge el teléfono y llámalas
Lidia la Raspaja nació en la calle Ritas. Hija de Josefa, ama de casa, y de Fulgencio, carretero, que lo mismo acarreaba piedras, pipas de vino o aparejos de campo. Nunca fue al colegio porque la necesitaban en casa y con 11 años ya empezó a hacer faena para el hogar. Igual se la llevaba su padre a plantar patatas en el Collao, pegado a la Serrata, que le tocaba ir a limpiar la ropa de toda la familia.
Esos días se ponía su rodeta redonda en la cabeza, colocaba encima el capazo con las prendas sucias, agarraba con una mano el pozal de hojalata con el jabón preparado en casa, con la otra un cacharrico con lejía y se iba a la fuente de lavar. Allí, pegada al muro del asilo, restregaba la ropa a mano hasta hacerse sangre. Cuando fue un poco más mayor conoció al Pavero, que trabajaba en el taller de la fundición de Rodes haciendo maquinaria agrícola. Una vez por semana se veían en el lavadero y él le ayudaba a subir la ropa hasta su casa con su bicicleta. Se dieron el primer beso en el callejón del Chicho, escondidos de miradas indiscretas y de su hermana pequeña, que hacía las veces de carabina.
También se encargaba de limpiar, de hacer las camas, de planchar con aquellas planchas de carbón la ropa que subía del lavadero, de amasar el pan que luego llevaba al horno de Luis y de hacer la compra en la carnicería del Sevilla o en la Sajeña. Cuando terminaba esas obligaciones se iba a coser. Primero a ca Juanica la Caparra, en la calle de los Contrabandistas, y luego con Jerónima la Belanda. Fue además aparadora, años más tarde, enseñada por su cuñada la Hortensia, la hija del Matorral. Al final se casó con el Pavero, Pepe el de la cámara, y tuvo dos hijas, a las que crió y educó. Todo sin dejar de llevar la casa. Sin dejar de trabajar.
Pepita la Bajoca nació enfrente de las Escuelas Nuevas, en la casa de sus abuelos: Mercedes y Jerónimo, que trabajaba como bodeguero. Pronto se mudó a la calle el Copo, donde tenían una mula, Tocolati, a la que le lavaba los ojos por las mañanas. Su madre, Rosalía, era ama de casa, y su padre, Rafael el disputaor, era agricultor y tenía en casa un carro para transportar verduras. Ella le ayudaba de pequeña a plantar en el bancal de la huerta apio, carlotas, remolachas… Nada le gustaba más que montar en el carro, junto a su padre y Tocolati.
Tuvo la suerte de poder ir a ca doña María hasta los 13 años. Allí aprendió a leer, a escribir y algo de cultura general. Cuando salía del colegio, la señorita doña Carmen le cruzaba la carretera junto a su hermana pequeña y así, cogidas de la mano, subían hasta su casa para ayudar a su madre en los quehaceres y tareas. Limpiar la casa, fregar, ir a hacer la compra al Faenas en la calle Ancha o ir a por verduras al Bombo, a la plaza del Mercado. De vez en cuando, algún medio día, agarraban entre todas un capazo de lavar, cogían un perol de arroz al horno recién hecho y se iban al bancal con su padre, a comer con él. Esos días tocaba bañarse luego en el barreño, calentando el agua en el fuego del hogar.
Cuando creció un poco su chacha María la enseñó a aparar. Con ella hacía zapatos para la fábrica de Balandra y su primer sueldo fueron siete pesetas. Después, trabajó para la fábrica de Ruzafa, en la que terminó ayudando a hacer las muestras. Los fines de semana, cuando terminaba sus obligaciones, le gustaba ir con sus padres a las verbenas o salir a pasear con sus amigas por la Corredera y el Paseo. Se compraban bocadillos rellenos del Horno el Paso y pasaban los domingos dando vueltas. Un día de comida, volviendo en el bus de la Virgen, conoció al hijo del Currete, con el que terminó casándose, mudándose a la calle de la Arena, encima del horno de Dimas, y teniendo tres hijos, a los que crió y educó. Todo sin dejar de llevar la casa. Sin dejar de trabajar.
Un día de estos ya no estarán aquí. Ni la Raspaja, ni la Bajoca, ni tantas otras. Pero sus historias seguirán formando un maravilloso collage de recuerdos vividos. Los álbumes de fotos de toda una vida llena de aciertos y errores, de momentos felices y otros que no lo son tanto. Porque nuestras madres o abuelas también amaron con el ímpetu de la juventud, bailaron con las canciones de moda, sufrieron por su futuro, soñaron que iban a comerse el mundo... Fueron como nosotros somos ahora.
Así que, querido amigo, querida amiga, cuando termines de leer esto coge el teléfono y llámalas. El Día de la Mujer es un momento tan bueno como cualquier otro para acordarte de ellas. Para honrar a aquellas que te han criado y educado, que han trabajado toda su vida sin descanso aunque no cobren pensión de jubilación alguna. Acércate a comer a sus casas, id juntos a tomar un café, pregúntales por su infancia y juventud, dales un beso y un fuerte abrazo, comparte momentos. Porque al final todos nos haremos mayores y cuando, sin remedio posible, nos toque el boleto y miremos de frente a las Parcas, solo nos quedará eso. Los raticos vividos con la gente que nos quiere. Y nadie, nadie, nos quiere más que ellas.