De birras, recuerdos y refugios
Es un lugar especial. Y te das cuenta porque te sorprendes a ti mismo volviendo una y otra vez

Hay bares y luego está el Refugio. Y antes de eso, el Salón. Este fin de semana celebran diez años de birra, que es toda una vida para un negocio local. El décimo aniversario de unos lugares hechos entre grifos de cerveza y de buena gente. Y como nunca encuentro otra manera más justa de transmitir lo que siento, y como quizás tampoco sepa bien agradecer de otra manera, aquí ando de nuevo, dándole a la tecla, sin pretender todavía que esto sea una vuelta semanal de “Al Reselico”, aunque todo se andará.
Porque hay sitios que se merecen un agradecimiento, de corazón. Y el Refugio es eso, un lugar agradecido, acogedor y con alma. Tan de verdad que no necesita decorado, ni postureo. Tan distinto que sorprende en una ciudad y una sociedad donde a veces parece que lo genuino y auténtico están en peligro de extinción.
Un sitio donde Geralt, Bilbo y Khaleesi tienen siempre su cuenco de agua, donde los parroquianos son cojonudos y donde se entiende la vida como hay que entenderla: a carcajadas, con ironía y un vaso en la mano, como quien sabe que las cosas no van a mejorar, pero al menos no vas a ser tú el tonto que padece mientras empeoran. Es un lugar especial. Y te das cuenta porque te sorprendes a ti mismo volviendo una y otra vez. Y un día descubres que llevas allí media vida. O lo que importa de ella.
Créanme, lo sé bien, porque en esa mesa de la esquina, entre la calle la Rambla y la del Palomar, justo al atardecer, he visto cómo los tejados de Santa María se tiñen poco a poco de naranja mientras la Triguico se vacía y la cabeza se aclara, tomando un respiro y mirando la vida como se mira una cerveza bien tirada, con tiempo y pausa. Allí he tenido momentos de los que no se cuentan, solo se quedan. Recuerdos que no caben en una foto, pero sí en una mesa del Refugio, porque en los sitios con alma las cosas no pasan por casualidad.
Compartí pizarra con Fernando, jugué partidas con los frikis de la Atalaya, leí en voz alta, cené con amigos después de noches de teatro Chapí, celebré cumpleaños con mi familia, despedidas de soltero y hasta una boda, escuché historias imposibles, me reencontré con Lorena hace ya tres veranos, reí y disfruté, viví. Porque si algo ha conseguido el Refugio, y antes de eso el Salón, es eso: darnos un hogar donde vivir sin pretensiones, una segunda casa sin paredes, un punto de encuentro donde caben el rock, el buen gusto y la cerveza artesana servida con cariño.
Y en medio de todo esto, Toñi y Jose, que no solo han apostado por montar un negocio en el día de hoy, sino que lo mantienen y mejoran. Con ellos uno aprende que la autenticidad no se grita, se demuestra. Que la hospitalidad se hace con miradas y pequeños gestos. Que no sólo han montado bares en el mercado y en el casco antiguo de nuestra ciudad: han creado espacios distintos, con estilo propio, con verdad. Donde uno puede celebrar una derrota o simplemente que el día ha acabado. Porque hay días que se salvan con una Rojica y una puesta de sol. Y si hay justicia en este mundo, cosa que cada día dudo más, el salón y el refugio deberían durar para siempre. Por lo menos.
Así que brindemos juntos por diez años del Salón y cinco del Refugio. Por cada noche en la que dijimos “la última” y acabamos cerrando. Por los conciertos, los reencuentros, las pataticas y las tostas, los abrazos y los raticos compartidos. Por todo lo que pasa allí dentro y no pasa en ningún otro sitio. Por esos rincones de Villena que, sin pretenderlo, te cambian la vida.
Gracias por la birra.
Gracias por la vida.
Y a por mil años más.
— Javier Román, al reselico.