El Diván de Juan José Torres

Reos horneados, pavos indultados

Cuando en los EEUU concluyó la Guerra de Secesión Abraham Lincoln instauró la festividad del Día de Acción de Gracias, que tradicionalmente se celebra el último jueves de noviembre; coincidiendo este año con el día veinticuatro. Este día la cadena de tiendas Macy´s realiza un pomposo desfile en Broadway, un espectáculo dantesco para deleite de los neoyorquinos. A ustedes les sonará que el presidente americano indulta a dos pavos para festejar esta fecha pero, cuando este artículo esté en imprenta, desconozco el nombre de los gauajalotes agraciados. El año pasado fueron Apple y Cindy.
Así pues “Manzana” y “Cidra” fueron los nombres de los dos pavos condonados de morir y de ser flameados en el horno, sazonados con especias y salsas. Porque en esta jornada tan señalada el plato principal es el pavo horneado, acompañado de maíz, calabaza, puré de patatas, boniato, salsa de cranberry (no hay error gramatical en esta palabra inglesa) o de arándanos. El caso es que Barack Obama los absolvió y hoy hará lo mismo con otros dos gallipavos para festejar este día tan tierno en el país de las oportunidades, y las felices aves acabarán sus días en confortables aposentos de la blanca residencia presidencial. Separadas, benditas ellas, del resto de pavos, que serán pasto de mandíbulas humanas y de excelentes dentaduras postizas de la tercera edad.

Cuarenta y cinco millones de este demandado bocado serán degustados por el pueblo americano de aquí a Navidad. Aderezados por arándanos, papas dulces y pastel de calabaza, pasarán por el horno. Pero Apple y Cindy no, como tampoco los hoy perdonados. ¡Qué dulce alegría! Porque el presidente Obama tiene la gracia de conceder la vida, o librar de la muerte, a dos criaturas comestibles; sin embargo es incapaz, siendo Nobel de la Paz, de abolir la pena de muerte en su país, el ejemplo del mundo. EEUU, Irán, Irak, Arabia Saudí o China son los países que, según Amnistía Internacional, más ejecuciones realizaron en los dos últimos años.

Pero no deseando indigestar ninguna comida, me pongo en el lugar de un reo en el mismo corredor de la muerte de una penitenciaría estadounidense cualquiera. Y antes de mi ajusticiamiento relato mis últimos alegatos:

“El recurso fracasó. La última y desesperada súplica de indulto ha sido rechazada por el Gobernador. Porque soy creyente me confiesan. Mañana me espera la silla eléctrica. Sé que otro condenado morirá, también mañana, en otro Condado, pero por inyección letal, y no me consuela. Como también sé que mañana otro preso, por los mismos delitos que me sentencian, cumplirá veinte años por ser juzgado en otra jurisdicción. Esto tampoco me alivia. Mañana me matan.

En estas últimas horas veo la televisión. Algo me distrae. Y aparece el Presidente con dos pavos, de esos que sólo pruebo en Navidad, y los indulta. Dice el Presidente que obedece a una tradición de 1789. Será una costumbre antigua, pero los pavos viven, yo muero.

Deseo pedir como postrera voluntad un buen plato de pavo, con salsa de arándanos, papas dulces y pastel de calabaza. Que esté bien condimentado y en su punto de horno. Quiero saciarme y ponerme redondo. Es triste, pero será mi último banquete. Deseo retenerlo hasta el final y apurarme tanto que, en la misma silla que me lleve al otro barrio, bien sentado y amordazado, antes de hornearme frito vomite el pavo, la salsa, las dulces papas, los arándanos y el pastel de calabaza. Y que el juez, el fiscal, mi abogado, el alcaide y toda la prensa exclamen indignados: “¡Qué crimen. Pobre pavo. Se jodió la Acción de Gracias! Podrían haber indultado al pavo…”.

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