Rutinas de verano
a-ese-de-efe espacio eñe-ele-ka-jota espacio a-ese-de-efe espacio eñe-ele-ka-jota espacio... El sonido constante de una máquina de escribir me despierta. Hacía tiempo que no oía sus soniquetes. La percusión seca de las letras, el sonido un poco más largo del espaciador, el timbre o campanilla que avisa el final de línea y el ruido rasgado del arrastre del carro para empezar una nueva línea... Una y otra vez. Una y otra línea. Sonsonetes que me transportan a aquellas mañanas de verano de mi infancia y adolescencia. En Villena.
Rutinas sin playa. Sin piscina. Acaso con la esperanza de ir más tarde, después de cumplir con las obligaciones, al chalet de Jerónima. Sin molestar mucho. O a la Agrícola. O quizás al Morrón, donde Carlos y los parientes Correcheros. O al Pinar, a una balsa enorme, donde la familia de mis vecinos Paco y Pepe Navarro Torró. Y antes que las piscinas fueron las canales con el abuelo en la huerta. Y algún domingo, sin playa, en la Virgen; donde el Hoyo, o donde Aniceto, o donde María Blasa, o donde Trini. Lo primero, mi madre nos sentaba a practicar con la máquina de escribir. Era la máquina de mi padre. Una Olivetti Lettera 32 parecida a la Pluma de Umbral. Luego, cuando los estudios en el Instituto o en la Universidad compramos otra mejor. Todos los días un poco nos decía. De esta disciplina, en ocasiones tediosa, agradezco cierta soltura algo heterodoxa pero eficiente a la hora de escribir, antes con la máquina, ahora con el ordenador. Mi hermana, por haber aprendido en el Colegio lo hacía mejor y más ortodoxo. Sin la necesidad de mirar a veces al teclado. Por un lado la mecanografía. Vísteme despacio que tengo mucha prisa espacio Vísteme despacio que tengo mucha prisa espacio Vísteme despacio... Un folio al menos. Por otro el escribir cartas.
Ya dijimos, cuando en "Fuego de virutas", en "Correspondencia", sobre la sospecha de que debamos mucho de nuestra querencia escritora a ese escribir cartas que mi madre nos contagió. También en verano y también obligándonos. Todos los días un poco. Las cartas igualmente en Navidad.
En "La pregunta de las diez de la noche" de Kate de Goldi, una novela que recomendamos a adolescentes, el joven protagonista Frankie Parsons nos cuenta que Alma, una de sus tías, cree que el escribir cartas enseña a escribir: A veces ayudaba a Teen en el jardín, y a veces Alma me hacía escribir cartas. Cree que escribiendo cartas se aprende a contar una historia y a escribir correctamente. En "La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey" un libro escrito por Mary Ann Shaffer y revisado y concluido por su sobrina Annie Barrows, las cartas son el relato, articulan la trama. En las "Cartas a un joven poeta" de Rainer María Rilke las misivas son poesía, filosofía y vida interior. En "Cartas persas" de Montesquieu, en "Cartas marruecas" de Cadalso, crítica mordaz, denuncia política. En... ¡Literatura!
Planteamiento, nudo y desenlace resulta andamio clásico, pero andamio, para un escribir ordenado. Y esa arquitectura existe en la correspondencia tradicional. No en la de ahora de las redes tan inmediata, tan instantánea online, pero minada de abreviaturas tribales, dibujos smile o emoticonos y prisas. Demasiadas prisas. La correspondencia tradicional exige un encabezamiento donde se dice lugar, fecha, un tratamiento o saludo. Una introducción que es planteamiento de lo que se quiere contar, un desarrollo que es nudo de lo que se cuenta y una despedida que es desenlace. Entonces, hay orden y habiendo orden hay narración que en ocasiones, así fuera siempre, resulta literatura.