El Diván de Juan José Torres

Si yo fuera el padre de Marta del Castillo

“Señor juez que instruye el caso: si yo fuera Miguel del Castillo, padre de Marta, le diría que ya estoy muy cansado. Ha llovido mucho desde que denuncié la desaparición de mi hija y han transcurrido varios años sin saber nada de ella. ¿Sabe lo que le quiero decir? Lo que deseo es encontrar su cuerpo de adolescente asesinada y darle un entierro digno y como Dios manda. Y me temo que, viendo el camino tan insultantemente lento de la Justicia, de la que usted es un mero representante, esta pesadilla no acabe nunca. Acabo de enterarme que Miguel Carcaño, principal sospechoso de la muerte de mi hija, ha acusado a su propio hermano de ser su autor material, habiendo sido archivado el caso por falta de pruebas.
¿Qué quiere que le diga? Yo no sé las diligencias que lleva usted para determinar si el hermano es cómplice o inocente. Usted sabrá. Lo que sí sé es que mi hija Marta, todos los días y todas las noches, desde ese cielo que algunos inventaron pero que es infierno para mí, me pide que luche por que se sepa la verdad, que la encontremos, la enterremos y la despidamos como hacen los demás mortales. Esa es mi angustia y ese es mi propósito. Saber dónde está su cuerpo descompuesto para darle sepultura.

Usted sabe como yo el desmesurado coste económico que ha llevado este caso. Miles de folios, despliegues policiales de un lado a otro, movimiento de tierras con excavadoras, expertos buceadores en el Gualdalquivir, abundantes careos y pericias judiciales. Despilfarro de medios y recursos porque a los culpables les entró amnesia y a sus abogados el telele del deber cumplido. A los autores de tal despropósito les ha amparado un Estado de Derecho que se olvidó de la víctima principal, mi hija, y omitió el sufrimiento de su familia. Sin embargo los desconsolados no sabemos nada de ese Estado de Derecho que por Ley debe proteger a los damnificados. Al fin y al cabo los ajusticiados somos la familia y los asesinos los inculpados, pues me siento ninguneado y los culpables gozando de la ley del silencio.

Señor juez, no pido su autorización porque me la va a negar, pero le manifiesto lo que pienso hacer. Cuando salga Miguel Carcaño de la cárcel, y no tardará mucho, le voy a abordar en una esquina, con nocturnidad, premeditación y alevosía, y lo llevaré a un sótano insonorizado. Cuando despierte del mamporro le preguntaré dónde está el cuerpo de mi hija y él me responderá: primero que estoy loco, segundo que no me lo piensa decir al igual que hizo con los policías y por último que me interpondrá una denuncia por secuestro y tortura y se me caerá el pelo. Señoría, a mí el pelo se me cayó de tanto sufrimiento.

Pero yo enseñaré unas excelentes tijeras de cocina a Miguel y le diré que tiene veinte dedos sumando los de las manos y pies. Que quizás con el primer dedo amputado me diga lo que quiero saber, y si no es así, no tengo prisa. Aún quedan diecinueve, o dieciocho, o diecisiete. Estoy convencido, señor juez, que con uno será suficiente, que tendré su confesión y lo más importante, el lugar exacto donde yace mi hija Marta. Luego iré a la policía para decirles cómo se perpetró el crimen, quiénes actuaron y dónde se encuentran los restos. Me entregaré a esa Justicia equitativa para que hagan justicia conmigo.

Nada más señor juez. Lo que no consiguen ustedes en años espero aclararlo en veinticuatro horas. Me acusarán de violentar la Ley y emplear métodos nada ortodoxos. Me caerán más años por tomarme la justicia por mi mano que a los que se burlaron de mí. Pero no se imagina usted, señor juez, qué descanso y cuánta pena me quitaré de encima”.

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