Si yo fuese alcalde…
Mi principal obsesión sería desterrar viejos vicios y mis únicos enemigos las conductas reiteradas que, repitiéndose legislatura tras legislatura, encorsetan tanto al Sentido Común que los objetivos políticos se convierten en obligadas victorias, exámenes que hay que aprobar con nota ante el control partidista y que menosprecian lo verdaderamente importante: gobernar para todos. Porque esta idea, gobernar para todos, se va perdiendo por el camino y acaba siendo presa de disciplinas de votos, presiones ideológicas y evaluaciones sectarias.
Reivindico, una vez más, que el concepto de representación debe ser universal, por lo que lo más juicioso es pensar que cada edil o concejala electa personifica la voluntad del pueblo que les ha puesto en el Salón de Plenos, ya sea en el gobierno o en la oposición. Por tanto, las personas elegidas no sólo deben dar cuentas a sus militantes o simpatizantes, sino que además deben responder de sus actos ante aquéllos que han depositado su confianza en otros, a los que votaron en blanco, a los que se les declaró nula su papeleta o incluso a los que se abstuvieron; es decir, que son, absolutamente, portavoces de la ciudadanía.
El problema es cuando se pierde el norte y los votados caen en la dinámica de defender, por encima de todo, los intereses o la imagen de su partido, que al fin y al cabo fue quien los puso ahí. Se olvida entonces la convicción de que se gobierna para todos, dedicándose todos los esfuerzos en el protagonismo estelar de las siglas propias de su formación. Por eso es fácil de entender que la misión principal de cualquier oposición es el acoso y derribo de quien gobierna y el papel que desempeña el Gobierno es aguantar el tipo y rechazar sistemáticamente cualquier propuesta que no sea suya.
Da igual entonces que la proposición de la otra parte sea inteligente. Se censura y ya está, simplemente porque no es nuestra. Insensato error, porque las aportaciones del rival pueden ser tan valiosas o interesantes como las que defienden los que no escuchan. Es en esta parte de la historia donde se deja de pensar en toda la población y se aplican todas las energías en el propio prestigio, desacreditando al contrario. Pensarán ustedes que los programas de los partidos están para cumplirlos y deben satisfacer su hoja de ruta. Es verdad, sólo que la mayoría de los proyectos se parecen demasiado, debiendo resultar más sencillo el consenso, cuando ocurre todo lo contrario.
Cada uno tiene un plan de trabajo, pero nadie hace el esfuerzo de ponerse en la piel del otro, de escucharlo, de intentar comprenderlo, de analizar qué cosas son tan distintas e irreconciliables para que piensen antagónicamente. Estoy convencido que si la práctica habitual en la escena política fuese sentarse a dialogar, los resultados serían prometedores. Porque si de diez puntos del Orden del Día se llega a acuerdos en cinco se avanza el 50%, aparcando los restantes para mejor ocasión. Tiempo habrá para encontrar un acuerdo de mínimos en aquellas cuestiones más peliagudas, pero la negociación, el respeto y la tolerancia ya estarían cimentando las bases para un mejor entendimiento.
El contratiempo surge cuando el ombligo propio es lo más importante y nuestro narcisismo nubla la realidad. Demasiados dilemas existen en una ciudad, algunos urgentes desde tiempos inmemoriales, para que prime la insensatez de negar aportaciones del bando contrario y esquivar el debate en una mesa. Los acuerdos de mínimos existen, sólo hay que buscarlos. A partir de ahí a trabajar en una misma dirección, sin olvidar nunca que todo el pueblo está mirando y esperando a que las partes no hagan la guerra por su cuenta, sino hincando todos el diente.
Como nunca seré alcalde me acusarán de fantástico, de romántico, soñador y utópico. Tienen toda la licencia. Pero si todo esto soy es porque estoy cansado de ver cómo se miran todos en su único espejo y estando el patio sin barrer.