Sin empatía se pierden los valores
Casi nadie pone en duda, hoy en día, que la sociedad actual está en plena crisis de valores; más aún, los está perdiendo. En un mundo cada vez más individualista, más consumidor, más competitivo y por tanto hostil, donde los intereses particulares priman sobre los generales, impera más que nunca ese gen egocéntrico de la memoria colectiva que reza sálvese quien pueda. Quizás, ni el propio filósofo Ortega y Gasset, cuando afirmó que Yo soy yo y mis circunstancias, hubiese podido imaginar los derroteros posteriores de su frase, la cual parece justificar el determinismo de las acciones, por más que también comentó el pensador español que si no la salvo a ella (la circunstancia), no me salvo yo.
En cualquier caso, parece que los códigos éticos y las conductas morales parece que han quedado solapados por las necesidades imperiosas de las personas, donde el yo es más importante que nosotros, y cuando prevalecen valores solidarios, tolerantes y respetuosos quedan resaltados como hechos heroicos y puntuales en los titulares de los periódicos. No obstante, el precepto cristiano de Amarás al prójimo como a ti mismo coincide plenamente con el dicho popular, no religioso, que dice No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti, quedando claro entonces que el concepto clave que une a ambas expresiones es el de la empatía.
La empatía es ponerse siempre, a la hora de tomar decisiones, en el lugar del otro, y esto es precisamente lo que se está perdiendo en la vida cotidiana. Esa otra frase de yo el primero y los que vengan detrás que arreen está bastante asentada en la sociedad y en todas las esferas; en entornos familiares, en comunidades de vecinos, en las decisiones políticas sin planificaciones a medio o largo plazo, en la distribución de los recursos, incluso en las capas sociales más desfavorecidas, existiendo competencias desleales entre los propios mendigantes cuando eligen sus zonas.
Sin embargo, lo que me molesta sobremanera es la exclusividad que, desde círculos religiosos, hacen del asunto, arguyendo que es la falta de Fe o el alejamiento de las personas de las Iglesias la causa de esa pérdida de valores, o decisiones parlamentarias que se inclinan por la no obligatoriedad de las clases de religión en los colegios, o por supuestas campañas laicas orquestadas contra el catolicismo. En realidad, los movimientos que defienden el laicismo no hacen la guerra a nadie, ni tan siquiera a la Iglesia Católica asentada oficialmente en España desde tiempos inmemoriales. Al fin y al cabo, como reconoce la propia RAE respecto al laicismo, es la Independencia del individuo o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa.
Lo que quiere decir que en un Estado aconfesional, como ratifica nuestra propia Constitución, no debe haber privilegios hacia ninguna de las doctrinas religiosas, lo cual no significa perseguimiento o acoso, simplemente que el ejercicio de libertad religiosa no intervenga, o influya, en la vida de los propios asuntos de Estado. Así las cosas no hay ni debe existir una guerra entre el mundo laico y el religioso, ni atribuirse, uno u otro, la Verdad Absoluta de las cosas. Respeto mutuo, intolerancia 0 y empatía máxima.
La expulsión de los judíos por los Reyes Católicos en marzo de 1492 y la de los moriscos, entre los años 1609 y 1613 ordenada por Felipe III, concluyó una etapa histórica de convivencia en nuestros reinos entre cristianos, judíos y musulmanes; no cabía entonces la corriente laica hasta la separación Iglesia-Estado en Francia, a finales del siglo XVIII. A partir de esas absurdas decisiones nada favoreció el apaciguamiento de los ánimos al imperar, por decreto humano más que divino, una religión en detrimento de otras.
Y puesto que nadie debe tener exclusividad sobre el bien o el mal, sobre lo divino y lo humano, recuperemos el sentimiento de la empatía, desde los círculos de influencia de cada cual, para rescatar esos valores perdidos, que no olvidados, de respeto, tolerancia, solidaridad y entrega hacia los demás; por obligación divina o por responsabilidad humana. Dan igual los caminos si logramos un mundo mejor.