Terrazas y sinvergüenzas
Este verano, más que nunca, se han implantado las terrazas. La verdad es que dan vida porque son lugares de encuentro donde la conversación es compatible con el picoteo. A mí me recuerdan y remontan a épocas pasadas, cuando era usual que por la noche, y desatándose la brisa en las calles, bastaban unas mesas y unas sillas para tomar el fresco si era posible, y de paso, se alegraba el anochecer con la catalana, el botijo y el companaje. Claro que aquellas terrazas familiares y vecinales estaban exentas de obligaciones comerciales. El placer de una cena bajo las estrellas no tenía precio.
Cierto es que han eliminado muchos aparcamientos, mas pocos se quejan del asunto. Siendo escasos ocurre a menudo que algunos conductores no pierden tiempo en dar dos vueltas para estacionar un poco más lejos. Para eso se inventó la doble fila, pensarán los que se pasan de listos. Están llenas, síntoma delatador de que la crisis, siendo tangible, parece una quimera si, como parece, satisface el cobro del paro y los ingresos del trabajo sumergido. En cualquier caso están rebosantes de clientes con el ánimo de pasar una velada con encanto y con aire fresco, reflejo incuestionable de nuestra cultura mediterránea, más de paseo que de andar por casa.
Resultando más ventajosas las ubicadas en travesías peatonales, por comodidad e intimidad, las gentes no hacen ascos a la hora de servirse una cerveza mientras se embucha un montadito, por más que molesten los ruidos y los gases de los vehículos. Sin embargo aprovecho la ocasión para apercibir a algunos negocios de que sean un poco más considerados con los espacios de la vía pública. Verdad es que pagan sus impuestos por su ocupación, pero con cierta frecuencia incomodan el paso de viandantes, más si se ayudan de muletas, van en sillas de ruedas o pasean a los bebés en sus carritos. El beneficio de una mesa no debe obstaculizar nunca el pasaje.
Y compartiendo un refrigerio en una de estas terrazas surge el tema de los sinvergüenzas, que a estas alturas se preguntarán ustedes qué relación tiene con los cenadores. Pues sí tiene ligazón, porque degustando el tentempié comenta uno de mis comensales que fulanico, que está ahí enfrente, se está pegando una cena de padre y señor mío y no hay forma de cobrarle lo que le debe. Siguiendo el hilo apostilla otro que aquél de allí, el de la mariscada, lleva seis meses sin estar al corriente de pago de la comunidad del edificio. El coloquio se enciende cuando un tercero cuenta que el que está hablando con el hostalero, diciéndole que mañana pagará la cuenta, debe doce mil euros a su antiguo socio, y que cuando éste le recuerda la deuda responde que lleva mala racha.
El caso es que si nos diéramos una vuelta por una docena de terrazas sería fácil encontrarnos con otros tantos entrampados que tienen un morro que se lo pisan, y sin sofoco ninguno. Hasta los hay que agencian viajes a la costa caribeña, o a los fiordos noruegos, o se compran el último Mercedes habiéndose declarado insolventes, excusándose en los tiempos de crisis o después de despedir de su empresa a la mitad de la plantilla. Me dice un contertulio que más de una vez ha estado tentado en darle un sopapo a más de uno, pero claro, no está dispuesto a ser denunciado por un imbécil por colérica agresión y ser empapelado, además de tener que pagar los costes y hasta indemnizar al majadero.
Servidor, si fuera hospedero, sentaría en una terraza a estos desvergonzados, que no son pocos, y bien a la pública vista. Les dispensaría agua, para refrescar memorias, y tostadas con aceite, sin duda de ricino, para que se retuerzan de su misma insolencia.