Tiempo de relax
Siempre me ha llamado la atención la cantidad y la calidad de las supersticiones que existen en el mundo del toro. Siempre he estado de acuerdo en que las supersticiones provienen del fondo de la ignorancia porque no puede ser de otra forma. Y esto mismo pensaba el diestro José Miguel Arroyo, Joselito cuando comenzó su carrera. Los banderilleros y el mozo de espadas siempre le decían que no dejase la montera sobre la cama antes de partir para la plaza de toros. El no prestaba atención y se reía, ¡Bobadas! Un día un toro de Juan Pedro Domecq que pesaba casi 700 kilos le dio una cornada en el cuello y por poco le arranca la cabeza. Joselito tardó varios meses en volver a torear y la tarde de su reaparición alguien le volvió a sugerir que no pusiera la montera sobre la cama. Y el torero de nuevo contestó haciendo caso omiso aunque esta vez sólo esbozase una sonrisa muy leve. ¡Fue una casualidad! Regresó al hotel a hombros y con las dos orejas del sexto toro, pues aquella tarde armó lo que se dice un taco. Al salir de la ducha recibió una llamada de teléfono y le informaron que un buen amigo suyo acababa de fallecer a causa de un grave accidente de tráfico. Joselito jamás volvió a posar la montera sobre la cama.
Algo peor le ocurrió al torero colombiano César Rincón el día que debutó en la Plaza de las Ventas. Era una corrida de la feria de San Isidro y él, lejos de ser el ídolo en que se convirtió, era un debutante que se jugaba mucho aquella tarde. Su madre y su hermana encendieron unas velas de aceite en su residencia de Cali y se encomendaron a todos los santos. Y sucedió que mientras César Rincón obtenía un éxito clamoroso en Madrid, un éxito que lo catapultó a la fama, su casa natal ardía con las dos mujeres en su interior que fallecieron dramáticamente.
En otros casos la superchería no es tan radical y se trata mayormente de manías y rarezas insuperables. Curro Romero no soportaba que un toro lo mirase mal y si llegaba el caso no le daba ni un pase. Antonio Chenel, Antoñete, se descomponía ante la presencia en el tendido de algún espectador vestido de amarillo. Ni siquiera aceptaba entrevistas en la sede de la cadena SER al ser este el color corporativo. Rafael Gómez Ortega, El Gallo pasó muchas noches en los cuartelillos de la Guardia Civil porque si camino de la plaza se cruzaba con una comitiva de entierro, daba media vuelta al hotel y dejaba a todo el mundo plantado.
Es fácil observar diversos gestos entre las gentes del toro, se santiguan, se atusan las cejas, unos miran de frente a toriles antes de que salga el astado y otros se tapan la cara con la esclavina del capote, besan el vaso antes de beber agua, se mojan los talones, tocan la puerta de cuadrillas y arrancan con pie derecho antes de comenzar el paseíllo, se mojan la nuca con el vino de una bota reventada y rezan en repetidas ocasiones desde que se están vistiendo hasta que suenan los clarines y salen a pisar la raya del tercio. Hasta el más simpático de los diestros resulta inaccesible en los instantes previos a la corrida. Manuel Rodríguez, Manolete, respondía a la pregunta de por qué era tan serio, explicando que en su oficio uno estaba de pie atendiendo al periodista y cinco minutos más tarde podía estar postrado ante el Altísimo.