Transfuguismo y disciplina de voto
Un sustantivo como transfuguismo, reliquia gramatical hasta hace bien poco, ha ido ganando terreno al olvido y se ha convertido en un vocablo generalizado y, si no popular, sí de dominio público. Es tan frecuente su uso en política que crea furor en unos y trasiego expectante en otros pero, sean quienes sean los perjudicados, no deja a nadie indiferente y produce un sentimiento de liberación y alivio entre quienes dan el polémico paso. Porque es fácil la acusación de incoherencia y el sentimiento herido de traición, pero siempre existe una poderosa razón que escapa a los análisis más superficiales.
Según el Diccionario de la RAE tránsfuga se refiere a la persona que con un cargo público no abandona este al separarse del partido que lo presentó como candidato. El enunciado es cómodo de entender pero las causas de tal desajuste reglamentario habría que recogerla con pinzas cirujanas. Presiento que priman en este espinoso menester dos asiduos motivos: la tentación irrechazable de una seducción o el abandono de una disciplina militante por discrepancias ideológicas o personales. En el primer supuesto la seducción puede ofrecerse en compensación económica o proyecto laboral asegurado, en el segundo por disconformidad.
Casos hay de transfuguismo que obedecen al primero de los supuestos. El bando contrario compra la dependencia política a cambio del oro y el moro a sujetos que se venden al mejor postor. Se transita por la acera contraria votando supuestos opuestos a las premisas iniciales y donde dije digo, digo Diego. Pero se dan también otros factores no relacionados con la jugosa oferta y hay quienes abandonan su partido por desavenencias de criterios, expectativas defraudadas, luchas de poder interno o insumisión a unas reglas del juego que consideran modificadas bajo la sombra de un núcleo autoritario.
Y llegado a este punto es donde pretendo analizar también el controvertido asunto de la disciplina de voto, porque a veces es tan agresiva como el mismo transfuguismo. La disciplina de voto resulta visceral y, en más ocasiones de las aconsejadas, hasta descerebral. Se exalta una afirmación o negación siempre monolítica que encumbra a la sinrazón. Sistemáticamente se vota a favor de las propuestas que un grupo argumenta o se vota en contra si las sugiere el contrario. Da igual si la otra parte tiene razón o no, si sus alegaciones son convincentes o no. Se vota en contra si el asunto lo promueven los de enfrente y se vota a favor si lo defienden los de acá.
Si se reclama objeción de conciencia en temas educativos, abortivos o morales, ¿por qué a la objeción de conciencia en el voto se le denomina deslealtad? Tal contrasentido ya aburre y se convierte en desolador que los bancos azules desestimen a los rojos y los rojos hagan lo propio con los azules. Las óptimas ideas se aplauden si son las de uno y se reprochan si son las del otro. Y esa absurda norma es tan irracional como insensata. Prevalece entonces una actitud soberbia y chauvinista que va más allá de las interpretaciones personales y de la libre conciencia individual.
Porque la fidelidad a unas siglas llega a ser tan extrema que la libertad propia queda en entredicho. Podrá decirse que quien se presenta en una lista cerrada ya conoce el percal pero no justifica, en ningún caso, que se prive o coaccione la decisión final de quien vea las cosas de otro modo. Hay temas conocidos, como el del agua, que las consignas van variando según qué intereses. Pues entonces que cada cual asuma sus principios y su voluntad al margen de órdenes superiores, que se podrá estar de acuerdo o no. Obligar a un voto por mandato supera la libertad democrática de las personas. Y la coherencia está reñida, siempre, con la ceguera sumisa de los lameculos.