Una carta humillante
Concluí abruptamente mis colaboraciones en la revista mensual ‘Villena’ tras recibir una carta oficial en mi domicilio en la que se me comunicaba mi cese
Inicié mis colaboraciones en la revista mensual ‘Villena’ apenas cumplí los 18 años, en 1980, y las concluí abruptamente, a finales de 1987, tras recibir una carta oficial en mi domicilio en la que se me comunicaba mi cese como miembro del Consejo de Redacción por faltar a las reuniones. La revista no tardó en desaparecer para siempre.
Se me podrá acusar de que la publicación de esta carta a estas alturas sea extemporánea. Puede que lo sea. Tanto como que me fuese enviada por correo postal a mi domicilio de la calle Mayor, 18. Ese en el que recuerdo como si fuese ayer habíamos mantenido reuniones distendidas del Consejo de Redacción de la Revista Villena (hay estampas como la del concejal de Cultura sentado en el suelo, en cuclillas, que no se olvidan).
Si querían prescindir de mí, si era verdad que hacía novillos en las reuniones, habría bastado con una llamada telefónica o una comunicación directa, de tú a tú, como se hablan las cuestiones con las personas entre las que existe confianza y trato cotidiano. De las que te encuentras por la calle todos los días. Estoy seguro que no hubo ni una carta más semejante a la mía.
Comencé a colaborar en la revista mensual ‘Villena’ en la II época (del nº 31 al 62), cuando la dirigía la concejal de Cultura Rosalía Sanjuán Ayelo y ni siquiera figuraba en la mancheta el Consejo de Redacción. Dentro de la publicación se incluyeron las páginas de ‘La Farola’, una sección humorística iconoclasta en cuyos números también firmé mis artículos. Después llegó la III época y última, con los números 63 al 100, donde permanecí activo hasta que recibí la carta de marras.
Las consecuencias
Evidentemente, esa carta era mucho más que una carta. Era una tarjeta roja. Era una expulsión a ser partícipe del equipo que dirigía la cultura local. Supuso, después de tres años de travesía del desierto, mi establecimiento, esta vez definitivo, en Alicante. Una mala elección de la que ahora no tiene sentido arrepentirse.
A principios de los años noventa contaba con acceso libre a todas las salas de cine de la ciudad (de las cuales a fecha de hoy no queda ninguna en pie), algunas de ellas desdobladas en varias pantallas; al Aula de Cultura de la CAM; al Teatro Principal (que programó en el Paraninfo de la Universidad hasta que acabó su remodelación en mayo de 1991) y desde 1992 a la Sala Arniches, con cuyo primer director, Fernando Gómez Grande, todavía me une una sólida amistad.
Esa era mi filosofía de vida: contar allá donde viviese con una amplia agenda cultural de cine, teatro y música; disponer de todo el tiempo del mundo para disfrutarla; y tener acceso gratuito a ella. Principios que extrapolé, sin variaciones, allá donde fui. Una utopía, la de vivir sin dinero (consistente en conformarme con disfrutar de todo aquello a lo que tengo acceso sin él, y en el lote van incluidos una sabrosa agenda cultural y mis horas de hemeroteca diarias) por la que todavía lucho día a día: es un desafío duro, pero es mi desafío.
Una carta desafortunada
La carta fue desafortunada. No la había vuelto a ver hasta ahora, 35 años después, ordenando papeles antes de que los puedan encontrar otros cuando yo no esté. Veo entre los firmantes a un amigo, al que disculpo (¿qué iba a hacer en esas circunstancias?) y a militantes del partido que gobernaba en el Ayuntamiento de la ciudad. Como hombre sin ideología (“desclasado”, me dijo un día en público José Mª Hernández Bañón, concejal de ese mismo partido; es su opinión), pero en actitud permanente de escucha y bonhomía, sigo sin comprender después de tantos años por qué se me apartó de una manera tan descarada de la vida cultural de mi ciudad.
Este es un documento fehaciente. Existen otros. Pero sobre todo hubo momentos y anécdotas muy desagradables. Mi siempre recordado Inocencio Galindo Mateo, que sí era un amigo leal (¿qué amigo de verdad no lo es?), y no se cortaba un pelo, cuando se producían situaciones cercanas al ‘mobbing’ hacia mi persona en su presencia, decía en voz alta para que se le escuchase: “cuánto amor…”.
No se puede caer bien a todo el mundo. Está muy claro y lo asumimos. Pero lo de encumbrar a unos y emparedar a otros, sin motivo aparente, está muy feo.
Tras el desencuentro, la reconciliación
El desencuentro con los ámbitos culturales de mi ciudad ha sido demasiado largo. No he presentado ninguno de mis veinte libros en Villena. Fue una manera de protegerme. Cada publicación se mostró en el entorno donde correspondía. Lo lamento porque siempre pagan justos por pecadores, y los paisanos que me habrían acogido encantados no merecían esa decisión tan radical. Decisión que mi madre respetó, pero nunca compartió, al considerar que yo mismo ponía más tierra de por medio. Buen criterio de una villenera inteligente.
Ahora sólo cabe la reconciliación, que comienza por uno mismo, y que choca tristemente con mis circunstancias familiares (sí, soy un sintecho en mi pueblo). Pero hoy no procede hablar de eso, sino de cerrar otras brechas abiertas hace 35 años.
Mi simpatía hacia Antonio Sempere, un enamorado de la Cultura, en mayúscula, al que le deseo lo mejor.
Buenas noches. Me gustaría saber el firmante de esta curiosa carta que no aparece. Gracias
Ánimo Antonio Sempere. Muchas personas valoramos tus escritos