Raquel, mi amiga y tu matrona, nos aconseja en cada revisión que hablar contigo es bueno, aunque no escuches, o quizás sí, quién sabe. He leído en un libro que algunas embarazadas ponen música cerca de su barriga para que se oiga dentro. Yo prefiero hablarte. Me tiro las tardes haciéndolo, mientras tu madre duerme la siesta, o hace cómo que la duerme. Así que es posible que esta historia ya la hayas escuchado, tesoro, pero voy a volver a contártela. Te la cuento de nuevo y te la contaré muchas más veces cuando se acerquen estas fechas, en las que nuestra ciudad huele a alábega y pólvora, porque hablar en voz alta viene bien para desahogarse y recordar. Es un crimen olvidar ciertas cosas.
Cuando nazcas no podrás conocer a tu abuelo. El 4 de septiembre de hace ya algunos veranos, una tarde calurosa y amarga, enterramos a mi padre. Tenía sesenta y pocos años y había muerto esa mañana en su casa, que una vez fue también la mía. Murió sentado en su sillón de siempre, creo que sin comprender que se estaba muriendo, sin reconocer a quienes le rodeaban. Tu abuelo era un gran tipo ¿sabes?, ojalá hubieras podido conocerle. Procedía de una familia trabajadora y humilde, estudió, luchó y prosperó en la vida. Había sido un muchacho guapete, simpático, vivaz y comprometido. Fue luego un padre cercano, exigente y formal, un gran amigo. Me gusta pensar que la gente lo recuerda como un hombre bueno. También como un buen nazaríe.
Porque tu abuelo era demasiado nazaríe, cariño. Cada septiembre, por un motivo especial que tardé tiempo en comprender, se transformaba durante cinco días al año para gozar sin complejos de nuestras Fiestas Patronales. De niño tengo en la memoria cómo me llevaba a la carroza antes de los desfiles y cómo me perseguía por los callejones del Rabal para que no destrozase mis pantalones verdes. Después, de adolescente, aprendí a amar las Fiestas viéndolo emocionado escuchando una marcha mora, observándole desfilar, feliz y orgulloso, junto a su escuadra de amigos. Recuerdo a su lado almuerzos y pasacalles en la comparsa, atarnos las fajas junto a tu tío Rafa los días cinco, cantar el Bien por los Nazaríes en la Cabalgata hasta quedarnos roncos… el abuelo era muy festero, bichillo. Mucho, mucho. De ponerse el traje para la Entrada y no quitárselo hasta caer rendido el día nueve. De esos que van a todos los actos posibles, tienen amigos en todas las comparsas y visitan en las guerrillas todos los locales. Él vivía, disfrutaba y sentía las Fiestas de una manera que no sé expresar, que no sé ni sabré explicarte.
En los coletazos finales de su enfermedad ya no reconocía a nadie, apenas hablaba con sentido. Yo seguía contándole historias, igual que hago ahora contigo, renacuajo. Le hablaba con la intención de que despertara de su letargo, de que algo llamase su atención y le hiciera, aunque fuese por un breve momento, recordar quién era él o quién era yo. No solía tener éxito, pero una tarde de finales de agosto subí a su casa a visitarle y, por casualidad, llevaba conmigo un turbante y una puncha que me habían reparado. Al verlos me miró con los ojos desencajados y movió sus manos con furia, nervioso, señalándolos y sonriendo. Quiero creer que se acordó de que era Nazaríe.
Dicen que mucha gente odia la Navidad porque en esas fechas se hace más presente la ausencia de los seres queridos. Ya ves, pequeño, a mí me pasa en Fiestas. Cuando suena un pasodoble y oigo a alguien decir “día cuatro que fuera” se supone que debería sentirme contento, pero más bien me pasa justo lo contrario. Son momentos de jolgorio y alegría, pero también de recordar a los que ya no están. Hoy los pendones de las comparsas cuelgan en los balcones, los arcos están puestos, la Morenica descansa en Santiago y los rollicos de vino ya inundan las panaderías. Esta semana se respira un ambiente que enciende mi nostalgia. Vivo una cascada de emociones y sentimientos que no puedo controlar. Y algunas veces no consigo evitar el llanto. Ya verás, mi vida, que soy un tipo de lágrima fácil. “Un poco moñas”, suele decir tu madre para picarme. Pero cuando llegan Fiestas y me acuerdo de él no puedo impedir sentir rabia, añoranza, tristeza, soledad… tu casi-tío Andrés me ha explicado mil veces que todo eso forma parte del proceso curativo de las heridas emocionales, pero saberlo no supone que lo lleve mejor. Sigo echando de menos a tu abuelo.
Mi mamá, tu abuela, siempre nos dice, con sus ojos oscuros llenos de ternura, que de las cosas que peor lleva de que él ya no esté aquí es ver el viejo perchero de fiestas tan triste y vacío. Cuando me independicé me llevé conmigo mí traje de moro, después, con los años, se lo llevó también tu tío y al final nos tocó descolgar juntos el de nuestro padre. Esa imagen, la del perchero vacío, siempre me viene a la mente cuando llegan estos días. Me remueve el alma y aviva sin remedio mis recuerdos. Cuando por fin nazcas y sea padre, lo primero que haré es ir a casa de tu abuelo, a colgar en ese viejo perchero, en su memoria, tu pequeño traje de moro Nazaríe.