El Diván de Juan José Torres

Vientos, palabras y notarios

El viento, cuando sopla con insistencia, se lleva siempre lo más frágil y erosiona incluso lo más resistente. La memoria debe ser poco consistente y demasiado endeble porque, dicen, el viento arrastra también las palabras. Barre el vendaval las Palabras de Honor, los viejos Pactos de Caballeros o, en cualquier caso, todo convenio, acuerdo o trato basado en el sincero apretón de manos, en el abrazo ceremonioso y sellado, y con el solemne ritual con rango de sagrado. Lo que antaño iba a misa era de obligado cumplimiento, sin excusa alguna. Cumplir con el compromiso resultaba agradable y hasta saludable; satisfacía a la otra parte y dormía uno tranquilo.
Pero como el viento sopla y resopla los recuerdos se desvanecen y las remembranzas vuelan con él. Las memorias que algunos catalogan de elefante se transforman, en un proceso de metamorfosis, en retentivas de mosquito o, lo que es peor, de insecto moribundo. Por eso, para salir al paso de flaqueadas memorias y hacer frente al abuso de la frecuente amnesia, se inventaron los notarios; para dar fe de un acuerdo, de un compromiso. Porque el viento es más viejo que las palabras, concebidas también por esta especie humana tan nuestra y que nos parece tan antigua. Ingeniamos las palabras para entendernos, pero el viento se llevó el sincero arte del discernimiento.

Tal vez acusemos al viento de nuestras propias desvergüenzas. Discurrimos hasta en las coartadas pertinentes y las excusas perfectas. Porque cuánto de mentirosos llevamos dentro que señalamos al viento como el culpable y hay quienes están dispuestos a engañar hasta en días de plácida calma y se buscan entonces intermediarios que cobran por una firma oficial para paliar la carencia de entendimiento. Desaparecidas las palabras llegan los desacuerdos y se clama entonces a un interventor que dictamine, ponga orden y exija el convenio establecido con las firmas protocolarias. ¡Qué fue de las palabras, de las obligaciones, del “no se preocupe, que yo respondo”!

Cuánto echo de menos aquella Palabra de Honor, aquel ajuste verbal y sagrado, aquel viejo Pacto de Caballeros o la sinceridad incombustible de un cordial apretón de manos. Porque la mentira crea la desconfianza, el recelo origina la duda, la incertidumbre aviva la sospecha y la suspicacia reclama al notario. Luego el notario requirió de la policía y la policía precisó del juez. Mutilada la memoria y enmudecida la palabra a esto hemos llegado, capaces de reinventar cargos que nos cuestan un pastón, que dictan al personal lo que tenemos que hacer porque se traicionó el don de la palabra y por volvernos inhábiles para una mínima lealtad y un elemental principio de cordura.

Ya no quedan casi esos amigos del alma. Son como una especie en extinción. Así que, queridos lectores de EPdV, si todavía conserváis un ramillete de personas entrañables, si aún tenéis amigos y amigas, no más de los cinco dedos de una mano, cuidarlos, mimarlos, protegerlos y quererlos. Acompañantes para el alterne se localizan bajo las piedras, sobre todo cuando van de gorra, gentes para el disfrute y para el gozo siempre se encuentran voluntarios, personas para el abrazo superficial y que te digan lo que quieres oír nunca faltan. Pero cuánto cuesta tener verdaderas amistades que conocen el concepto del afecto, a pesar de los pesares.

Afortunadamente no me quejo de los que aprecio y me estiman. Tampoco es suerte que cae del cielo. Si regamos las plantas de temporada, ¿por qué no somos capaces de conservar lo que más amamos? Por todo ello invito a los lectores a que apreciéis a las personas de buenas conductas y de intachable palabra. Quererlas y conservarlas. No sea que un día sospechen también de nosotros y tengamos que mandar llamar al notario, a la policía y hasta al juez.

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