Villena verde
La intención de hoy nada tiene que ver con el juicio a la profesionalidad del equipo de jardinería de nuestra ciudad. Ni mucho menos. Aunque sí que se apunta hacia un par de imágenes que he recogido y atesorado durante algún tiempo. Les mostraré las estampas de forma clara y concisa, dejando tal vez asomar mi ignorancia sobre la materia con la enorme bocaza de mis palabras, o tal vez no.
La primera impresión con que la naturaleza urbana acuchilló mis ojos fue el día en que me acerqué a comer en casa de Nieves y Cristóbal. Algo había oído decir sobre los árboles que acompañan las aceras de la calle Miguel Hernández, algo sobre una solicitud realizada al Ayuntamiento por parte de algunos vecinos, creo recordar, algo referente al follaje de los arbolillos. Queja que fue atendida con sorprendentes consecuencias. Fue un jueves a mediodía cuando al bajar del coche contemplé con aciaga sorpresa aquellos postes de luz en que se habían convertido los árboles. Dos filas de troncos verticales coronadas con apenas una intención de ramas. Palos donde resultaba imposible concebir algún signo de verdor. Los breves indicios de un pasado frondoso y vivo se resumían en unos pocos centímetros que insinuaban la presencia anterior de ramas gruesas y firmes. El recuerdo de aquella calle de casas bajas donde el vecindario se sentaba en los bancos a la sombra de las ramas es ahora casi inimaginable.
Puede que la actuación sea la adecuada para el bienestar del arbolado de la calle, espero que así sea, la otra alternativa es demasiado triste: que lo sea para el capricho de algunos vecinos. Pero pongamos punto y final a esta fotografía para adentrarnos en otra no menos singular. Creo que la encontré un lunes por la mañana. Yo subía hacia la Puerta de Almansa cuando vi cruzar el paso de peatones que enlaza con la Plaza de la religiosa Águeda Hernández a un integrante de la brigada de jardines. El joven, pues era joven, cruzaba la calle empujando una carretilla donde descansaba uno de esos capazos negros de goma. La anécdota surgió cuando al llegar a su altura en el cruce descubrí lo que contenía el capazo: agua. Agua que el jardinero había tomado en la plaza y que iba a emplear para regar el arbolado de la calle Joaquín María López. No puedo ocultar el malestar del operario por el trámite que estaba obligado a realizar para concluir su tarea, ni puedo olvidar sus comentarios acerca de lo arcaico del proceso. Así, pensando, tras digerir la imagen, no pude más que darle la razón: parece mentira que hoy en Villena tengamos que recurrir a tales invenciones para llenar los alcorques de una de nuestras calles principales.