De recuerdos y lunas

Voto y no me corro

Voto y no me corro. ¿Acaso debería?... Cuando voto lo hago –creo– con responsabilidad. Con placer. Pero no me corro. Lo hago con humildad. Sé que mi voto es un solo voto. Mi voto. Porque sé que un hombre, una mujer, un voto. Uno solo. Pero también sé que un solo ser que es grano de arena en el desierto forma el desierto junto con muchos más seres, granos de arena también. O sé que un solo individuo, que es gota de agua en el océano, regenera el océano al reunirse con muchos más individuos, gotas de agua también. Aquí la trascendencia del votar, el unir voces eligiendo. Y no es –creo– experiencia para avergonzarse.

Voto y no me corro. No sé si debería. Pero no me corro porque veo tan necesario y normal el ejercicio democrático dentro de un sistema liberal que si me avergonzara tendría que plantearme el no votar. A pesar de que la ingeniería electoral, dígase por ejemplo en España la ley d'Hont, sacrifica la proporción real en pos –dicen– de la gobernabilidad favoreciendo relativamente a mayorías y tergiversando el peso individual de los votos, confiamos en el valor de todas las voces manifiestas a través de las urnas. Esto incluso cuando la voz de la mayoría no coincide con nuestra voz. Hay gente que cuando la mayoría no es su mayoría dice que ésta se equivoca. No me gusta que se crea que la mayoría se equivoca. Como no me gusta que la mayoría avasalle, por ganar, a las minorías.

Voto y no me corro. Y muchas veces me tienta el no votar. Porque me gustaría, por ejemplo, que las listas fueran listas abiertas y que nuestros representantes fueran elegidos directamente por nosotros y no estuviera determinada su suerte por la decisión de unos partidos de cerrada y reducida militancia. Partidos que postulan por un pensamiento único, apenas sin versos sueltos. Pero aun así, voto. Y no me corro. Confío además que habrá de llegar un tiempo en el que quienes nos representan estén verdaderamente más cerca de nosotros y renuncien a sus privilegios de casta que nos los distancia. Aun siendo consciente de estas imperfecciones, voto. Y no me corro. Y no me avergüenzo.

Y voto porque si no voto sé que mi silencio será aprovechado por todos y contra todos. Resulta curioso cómo después de unas elecciones los partidos en liza se apropian de los votos en blanco y de las abstenciones. Incluso de los nulos. Por esto voto y voto en conciencia. Y votar en conciencia no es para avergonzarse. Votar en conciencia es a veces doloroso porque no hay partido que case al cien por cien con nuestra manera de pensar. Pero votar en conciencia es hacer ejercicio reflexivo que es ejercicio que, descubriéndonos en nuestras contradicciones, no nos sonroja.

Voto y no me corro. Y recuerdo que la primera vez que voté sentí una emoción especial porque la primera vez, con el voto, introdujimos el corazón. Ya dijimos esto cuando escribimos "Esperando un café". Fue la primera vez y dicen que todas las primeras veces de algo nunca se olvidan. Y dijimos que fue una emoción que me notó, hombre de sensibilidades, Pepe Menor, el de "Perigallo", que estaba en la mesa electoral. Por ser la primera vez para nosotros, en aquellas elecciones del cambio, las de veintiocho de octubre de 1982, introdujimos lo entraño en la urna. Pero tampoco fue aquello para correrse. El avergonzarse vino después, cuando lo de la OTAN. Pero eso es una historia –otra– que sí que sofoca, que sí que avergüenza. Como toda corrupción.

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