Vida de perros

Y con él llegó la ruina

Diez años nos separan de la peseta. Diez años de los días en que comprábamos el pan a cuarenta y dos pesetas (0’25 €), los cafés a cien pesetas (0’60 €), los chicles a duro (0’03 €), la gasolina a ciento treinta (0’80 €), las bombonas de butano a mil doscientas (7’20 €), los coches por menos de dos millones (menos de 12.000 €), o los pisos nuevos en torno a los doce millones de pesetas (72.000 €). Diez años nos separan de la dichosa peseta. De cuando de pronto y previo aviso, la cambiaron por el euro.
Una nueva moneda que nos permitiría agilizar las transacciones con los países asociados, que nos haría fuertes frente a la economía mundial, que nos uniría como elemento común. No parecía tan mala idea. Su puesta en funcionamiento quizás, por la propia dinámica de los mercados, haría que los precios se reajustaran, en el caso de España al alza, para conseguir armonía con el grupo de países más “aventajados”. Pero era de suponer que también los sueldos se igualarían a los de estos países. Ilusiones fallidas, que han dado la razón a las teorías más funestas: subieron los precios, todos, incluso los de los alimentos básicos, pero los sueldos no se movieron. Y es que ya debimos temerlo cuando escuchamos a los políticos de turno insistir reiteradamente que la entrada del euro no supondría un encarecimiento de los productos. Parece que no aprendemos que cuando un político pone énfasis en algo sucederá todo lo contrario (véase Rajoy y la subida de impuestos).

El caso es que la culpa no es sólo del Gobierno. La picaresca de nuestro país en este inicio del siglo XXI se llamó redondeo. Y de algún modo, y con los vigilantes sociales mirando hacia otro lado, se comenzó a equiparar la moneda de euro a la de cien pesetas, la de cinco céntimos a la de cinco pesetas, el billete de cincuenta euros al billete de cinco mil pesetas, etc. Una estrategia amparada por el efecto psicológico de la equiparación de monedas que funcionó magníficamente llevándonos a un gasto diario un sesenta por ciento mayor –aproximadamente–, con grandes beneficios para el comercio. También comenzó el juego del escondite con los billetes de quinientos euros, que resultó el vehículo ideal para el manejo y almacenaje del dinero negro, sobre todo en el sector de la construcción y venta de viviendas.

Y diez años hemos vivido usando esta nueva moneda que impide a cada país corregir su inflación. Una década de una moneda a la que nadie quiere dedicar ya un elogio, erigir un monumento, ni felicitar por su aniversario. Una moneda que sacó lo peor de las gentes que la usaron y facilitó la manipulación a los demonios de los mercados.

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