Y nos dieron las 3:30
Y nos dieron las doce y la una, las dos y las tres y media. Y los altavoces se quedaron mudos por órdenes de la Generalitat y el cielo de los bares se incendió. Aureliano se marchó a su casa arrastrando los pies y mascullando no sé qué acerca de la buena acogida de su última columna contra el nuevo horario de cierre y del poco caso que se le hacía. Yo, todavía aferrado a la barra, evalué de aquella manera los próximos cien días de esta arriesgada vida que vivimos, apuré el tibio solaje de la última copa demandada mientras evitaba que el caudal de clientes me arrastrara a la puerta de salida, y revisé el equipaje antes de despedirme del personal, que con una hora menos en sus bolsillos apenó un corto adiós. Qué triste es no ser ya tan joven y qué fortuna.
Aún así, con esta juventud escapando entre mis dedos, todavía me alcanzan noticias y alertas vía e-mail o sms que puedo contrastar con las de la prensa: por ejemplo la noticia aparecida acerca de los macrobotellones planificados para esta noche en diferentes ciudades del territorio nacional. Pero no voy a ser yo quien salga defendiendo el orden y la disciplina (o cierto orden y cierta disciplina). Entre otras cosas porque pienso que toda reacción es consecuencia de una acción. Otro ejemplo. Cuando decimos que con el nuevo horario de cierre de los locales, la juventud (así en general) tiene mayor posibilidad de perder su vida en la carretera, hablamos de una consecuencia la reacción consiste en abandonar la ciudad desierta (para ¿descanso? de la vecindad y diversión de los implicados). Pero no creo que ésta sea la verdadera reacción a la nueva ley de horarios. Esta es sólo una opción cómoda y pasiva. La reacción llegará, tal vez no hoy, ni mañana, pero llegará y nos conducirá a una situación donde se pondrán de relieve las consecuencias de tales posturas. También las Comunidades creyeron que con la ley antibotellón acabarían con este mal, pero mira por donde ahora la consecuencia se llama macrobotellón. Y se trata de un movimiento organizado, premeditado e incluso alevoso.
Ya hace tiempo comenté que la madurez no cura. No de los trastornos de la juventud al menos. Pero creemos que nos otorga autoridad. La autoridad de la generación adulta pretende atajar los males que ella misma padeció quizá de otro modo, pero en el fondo del mismo modo. Yo fui joven, por ello sé qué quieren los jóvenes. La autoridad de la generación adulta teme a la nueva generación, a quien acorrala y conduce. Escucho en mitad de la calle a unos señores comentar el miedo que les produce cruzarse con cualquier grupo de jóvenes. Tribus desconocidas de las que han escuchado las peores barrabasadas (palizas grabadas en móviles, consumo de drogas, carreras de coches
). Ahora, en plena discordia por Centros de Ocio y demás alternativas, queda en evidencia la falta de una reflexión real: del uso de la empatía. Falta situarse en la piel de un grupo de diecisiete años y pensar en qué hacer a lo largo de un fin de semana. Dónde ir, dónde encontrar a otros grupos con edades similares. De qué modo divertirse. Pero la opción que ofrecemos consiste en la prevención, contra el tabaco, el alcohol, las drogas
Nuestra aportación consiste en una serie de negativas a sus experiencias en la vida. Se obvia el resto de sus vidas, se piensa en ellos conducidos por una tendencia a lo destructivo, se les mira con dureza y miedo. De acuerdo, hay que educar, pero ¿educar en la negación?