De recuerdos y lunas

Ya viene la vieja

Siendo Navidad cabría hablar del Dios recién nacido. De esa ternura celeste que desprende el Nacimiento. Del jolgorio y fiesta que le dieron los pastores. Del homenaje que como Rey, Dios y Hombre –oro, incienso y mirra– le brindaron los Magos de Oriente. De los ángeles pregoneros –milicia celestial– de la paz en la tierra a los hombres de buena voluntad y, ya que parece que Raphael ha arrebatado las pilas al conejo de Duracell, cabría hablar también, caminando por el camino que baja hasta el valle que la nieve cubrió, de la delicada entrega del humilde tamborilero con su viejo tambor. Rompompompom, rompompompom. Pom.

Eso cabría. Pero aprobado encima de la Navidad el proyecto de ley que prioriza el derecho de unos –estos con voz y fuertes, nosotros– sobre el derecho de otros –estos sin voz y débiles, aquellos que esperan nacer– no caben tambores ni gaitas pastoriles. La vieja que viene no es la vieja del villancico que sisa el aguinaldo, sino la vieja de la guadaña que sisa la vida. Por esto no cabe hablar del Cristo nacido porque lo que cabe es hablar del Cristo muerto. Muriendo el Hombre al no nacer, muere también el Cristo porque –no es la primera vez que citamos esto de León Felipe– "El Cristo… es el Hombre".

El Cristo muerto no es el Cristo de Belén. El Cristo muerto es el Cristo del Gólgota, Cristo en la cruz. Es el Cristo que algunos quieren obligar a retirar de las escuelas, cuestión que estira nuestra preocupación que al hilo de las notas de Miguel de Unamuno traíamos en una columna anterior. Polémica que apenas existía porque resulta que en muchas escuelas donde no están los crucifijos en las aulas tampoco se habían echado de menos –así pasa en el Instituto donde trabajo–, como en aquellas en las que estaban los crucifijos en las paredes, no molestaban. Lo que empieza a molestar es ese afán por regular todo desde arriba. ¡Oh Gran Hermano! Porque cuando desde arriba se quiere reglamentar todo, lo de arriba empieza a parecerse a Papaíto Estado que con la excusa de llevarnos al paraíso sepulta la libertad; o empieza a parecerse a ese Estado protector que nos abraza con fuerza como una nodriza de voluminosos senos que nos revienta los sesos estrujándonos afectivamente la cabeza entre los pechos pezonudos; a ese Estado que por bien de la "salud pública" –Comité de Salud Pública llamaron los revolucionarios del Terror al poder ejecutivo del terror– guillotina a los hombres. Cadalso de cadalsos.

Viniéndonos el crucificado, ese Cristo que Ángel Luis Prieto de Paula retrató con exquisita prosa en "Consumación", breve relato donde lenguaje y mensaje son impresionantes, llamo la atención sobre dos poemas que me gustan mucho por ser homenaje a la cruz.

El primer poema son versos que estimo como base de mi querer ser creyente. Se trata del soneto que arranca con el verso "No me mueve mi Dios, para quererte", cuya paternidad ha sido atribuida por los críticos a diferentes autores. Siendo lo de menos ahora la autoría, lo que nos importa es la fe que transmite, fe que se aleja de la fe de hipermercado, de la fe egoísta del chalaneo. Del "yo te doy si tú me das". Poema de entrega desprendida por sentir desprendida entrega: "Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido"… El otro, de Miguel de Unamuno, "El Cristo de Velázquez", es obra de arte inspirada en obra de arte: "blanco tu cuerpo al modo de la luna"… "Hombre muerto que no muere".

Aquí nuestra esperanza.

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