Al Reselico

A la luz de Santiago

Entre sus amigos el mundo se movía por likes y comentarios en Instagram, conversaciones y malentendidos por Whatsapp…

Eran las primeras horas de una noche de domingo cualquiera. Él estaba en su cama, intentando dormir. Encima de su mesilla había un libro sobre la guerra fría y un comic de Marvel. Encima del libro, el cacharro de las lentillas, y al lado, su móvil cargando, que no dejaba de vibrar con mensajes de ella. Estaba sentado sobre la cama, cubierto aún por la manta, la espalda recostada sobre los cojines y las facciones desencajadas. Se incorporó mirándose en el espejo del armario. No podía aguantarlo más, no había forma de que llegase el sueño. Se levantó y caminó despacio hacia la cocina. Tenía diecinueve años, la mirada perdida y los ojos rojos de tanto llorar. 

Cruzó el pasillo intentando no hacer ruido, sin encender ninguna luz. La única claridad que iluminaba sus pasos era un suave resplandor que se colaba entre las rendijas de la puerta de la habitación de su hermano. Estaría jugando al WOW. Sus progenitores hacía poco que se habían retirado a descansar, se oían los felices ronquidos del padre, que dormía a pierna suelta. Sus pies desnudos apenas producían ruido alguno al caminar sobre las frías baldosas del pasillo. Cuando llegó a la cocina tentó la pared hasta dar con el interruptor. Su perra le miró desde el cesto, medio abriendo un ojo, pero no hizo ni amago de levantarse. Abrió la nevera, sacó la botella de agua y bebió un largo trago, secándose los labios con la manga del pijama. Por la ventana podían verse las luces de la ciudad, la silueta de la sierra de la Villa y la luna brillando, allá en lo alto.

Relaciones virtuales, llamaban a esa mierda

El reloj de la pared señalaba las once y cuarenta. Pensó irse de nuevo a la cama, a intentar dormir otra vez, aunque en el fondo sabía que no iba a conseguirlo. Al día siguiente le esperaba una larga jornada de estudio pero no podía dejar de pensar en el follón que se había montado. Maldito móvil y malditos mensajes. Imaginó lo feliz que hubiera sido en otros tiempos, sin tantas facilidades para estar relacionado 24/7 con los demás, sin esa maldita necesidad de estar continuamente conectado. Él nunca había sido demasiado sociable; tenía sus ideas propias sobre las redes sociales en general y sobre la humanidad en particular, y no eran inocentes e ingenuas, en absoluto. Entre sus amigos y conocidos el mundo se movía por likes y comentarios en Instagram, conversaciones y malentendidos por Whatsapp, historias y "ciberpiques" por Facebook... todo en aras de una nueva realidad tecnológica que se suponía mejor, de unas conexiones que se suponían más rápidas, seguras y eficientes. Relaciones virtuales, llamaban a esa mierda.

Al diablo todo. Volvió deprisa a su habitación y se vistió sin hacer ruido con lo primero que encontró. Contestó a los mensajes de ella y le pidió que se vieran. Serían las doce menos diez cuando cerró con cuidado la puerta de la calle y llamó al ascensor.  “Cerrando puerta, bajando”. La enlatada voz de mujer que sonaba por el altavoz del elevador le devolvió un poco a la realidad. Lo justo para que se preguntara qué diablos hacía camino de la calle. Quizás merecía la pena esperar un poco, dejar que el tiempo enfriara los ánimos. Eso era lo lógico y lo que le dictaba la razón. Pero no podía aguantar hasta mañana para intentar arreglar aquel entuerto en que se habían metido ellos solos, por culpa de unos celos estúpidos y unas frases dañinas y absurdas. Sabía que necesitaba verla, eso le mandaba el corazón.

Y con la última campanada de la Iglesia de Santiago...

Aquella noche de comienzos de verano hacía aún una temperatura agradable. Cuando salió a su portal el cielo estaba despejado y no había un alma por la calle. Ni niños corriendo de un lado para otro, ni ancianos tomando el fresco sentados en los bancos, ni grupos de amigos conversando mientras tomaban algo en las terrazas. Sintió una sensación de angustiosa soledad y la punzada en el estómago de quién se pregunta si se está equivocando. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Metió las manos en los bolsillos de su sudadera y empezó a caminar en dirección a la plaza, tomando los atajos que conocía desde crío y que llevaban rápidamente, a través de las callejuelas del casco antiguo, hasta el centro mismo de su ciudad.

Ella estaba allí, de pie en el centro de la plaza, donde habían quedado. Vestía el mismo jersey gris y el mismo vaquero negro que unas horas antes, cuando la discusión. La luz tenue y amarilla de la farola en la que ella se apoyaba le iluminaba la cara, dejando al descubierto su tímida sonrisa y unos ojos también rojos y llorosos. Se acercó y ambos se quedaron unos instantes muy juntos, observándose en silencio, las manos aún en los bolsillos y las bocas entreabiertas, sin dirigirse una palabra. Cuando el reloj empezó a marcar las doce él se inclinó sobre sus labios y ella le rodeó con sus brazos, sin dejar de mirarse y con la última campanada de la Iglesia de Santiago, metió la lengua dentro de su boca, ajeno a todo.

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