De recuerdos y lunas

Adiós Valencia

En el artículo sexto, punto uno, del nuevo estatuto de la Comunidad Valenciana se dice: “La lengua propia de la Comunitat Valenciana es el valenciano.” Al margen de que sean los territorios –y no los habitantes del territorio– quienes tengan lengua, al margen de que en el mismo artículo, en los siguientes puntos, se reconozca la cooficialidad del castellano, pero más por ser la lengua del Estado que por ser la lengua propia de muchos ciudadanos de la Comunidad, al margen de que se especifica que nadie será discriminado por razones de lengua, no me veo valenciano en el nuevo estatuto valenciano.
Cuando el estatuto de 1982 acepté, con más resignación que gana, pero con curiosidad por serlo, el ser valenciano. E hice ejercicio, desde entonces, para ello. Y por entonces, me fue útil escribir periódicamente “Coses nostres” en la revista mensual “Villena”. Desde esa sección, titulada como un LP de Iceberg, fui crítico en mi querer ser valenciano contra aquello que me distanciaba de unas señas de identidad que yo quería estimar pero denunciando algunas contradicciones y también algunos absurdos que veía. Lo que me propuse desde mi voluntad por asumir una identidad que yo suponía que debía ser novedosa y moderna, era evaluar y advertir cómo había aspectos que por constrictores y rancios disminuían mi afán por valencianizarme. Mi amigo J.A.P. siempre sacaba aquí lo de los chaqués y fracs de los valencianos con alborgas. Y yo, por otra parte, me acordaba mucho de algunos personajes de Blasco Ibáñez. Entre lo constrictor y rancio recuerdo, por ejemplo, cuando se empeñaron en definir la denominación de origen de la paella, limitando la creatividad gastronómica de las comarcas levantinas con el arroz en paella, o cuando la creación de la radiotelevisión valenciana (RTVV) que nació, y así ha seguido, excesivamente farandulera y poco pública en lo que respecta al servicio prestado a los ciudadanos y poco integradora con las geografías castellanas. También nos preocupó la potenciación de unos símbolos y el olvido de otros, o el asunto centenario y que aún colea –y lo que colearᖠdel trasvase Júcar-Vinalopó, ya polémico entonces por su trazado, que si desde desembocadura que si desde cabecera que si por el interior que si por el litoral, o la prevención de las inundaciones en un territorio donde son endemismo porque “a la vora del riu, no faces niu”, o la denominación de origen de los vinos que sobre todo querían valencianos o alicantinos, o sobre el centralismo valenciano de Valencia capital… En fin, sobre todo aquello que yo veía que me apartaba de mi querer ser valenciano. Porque yo me decía –o me quería– valenciano desde el 82. El año del mundial de fútbol en España. El año de Naranjito.

El carácter constrictor de ciertos nacionalismos dificulta la filiación nacional a lo que es variado. Como si un "mezclaíco" no pudiera ser comunión y razón para ser. Como si sólo se pudiera ser desde lo puro, sin mestizarse, sin fundirse y confundirse. Como si sólo lo homogéneo fuera ser y lo heterogéneo no ser.

La otra tarde estuve en Murcia, a los pies de la torre de la Catedral cuyo primer cuerpo realizó Jacobo Florentino. Y circundé la maravilla arquitectónica emborrachándome de Barroco en la fachada principal de Jaime Bort que es tramoya y decorado de un teatro de piedra. Luego, siguiendo la orilla del río llegué hasta el Almudí, donde el Archivo Histórico Municipal de Murcia, donde hay documentos de interés para Villena. El aire, aunque emponzoñado por un río agónico, me llegaba “pairal”, familiar. Como si soplara un bienvenido a casa.

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