El Ordenanza

Aquella vez, en noviembre

El Ordenanza. Capítulo 169

Escena 1

  • ¿Ensalada?
  • Sí.
  • ¿Y eso?
  • He decidido empezar a cuidarme de verdad.
  • ¿Cuidarte?
  • Sí, ya sabes: vida sana.
  • ¿Vas a preparar alguna media maratón, Andrés?
  • No, no. Nada de eso. El deporte extremo lo dejo para los exbakalaeros. Lo que antes se gastaban en alerones para los Ford Escort y en tetas para sus churris, ahora lo invierten en ropa deportiva y tatuajes. Me mantengo al margen de toda moda superficial, amigo.
  • ¿Entonces?
  • Nada, Juanjo, que he decidido mejorar mi alimentación.
  • ¿Ha pasado algo que deba saber?
  • Bueno, la verdad es que…
  • ¡Sabía que había gato encerrado!
  • Pues mira, sí. Dos gatos.
  • ¿Dos gatos?
  • Sí. Hemos adoptado dos gaticos de la Prote. ¡Míralos qué bonicos!
  • ¡Son muy pequeños!
  • Sí. El canela es el Mahatma y el negro, el Notorious.
  • ¿Y qué tienen que ver los gaticos con que te hayas vuelto sano?
  • Bueno, ya conoces mi afición a la cocina…
  • Más que a la cocina, a la mesa, Andrés.
  • Pues, el viernes del puente, hice una especie de estofado de alubias blancas con marisco para cenar.
  • ¡Contundente!
  • ¡Y buenísimo! Ya te pasaré la receta.
  • Mejor me lo cocinas tú.
  • Vale. El caso es que mientras estábamos acabando los ochocientos gramos (en peso escurrido) de alubias, gambas, almejas y otros frutos del mar y de la huerta, empezamos a ser conscientes de la lenta digestión a la que nos íbamos a enfrentar. Gabriela dudaba si, tras la opípara cena, un café o infusión nos ayudaría a bajar el empacho, pero a mí no me cabía ni el aire que respiraba. Expresé la voluntad de salir a dar un paseo para bajar la manduca, pero la sospecha del ambiente frío y, sobre todo, la pesadez estomacal, nos disuadieron de dar un paso. Así pues, solo nos quedaba esperar.
  • ¡Sé de lo que hablas, amigo!
  • El caso es que, entre unas cosas y otras, nos entró cierta sensación de sueño y nos dio por pensar en las consecuencias de ir a dormir con el empacho que llevábamos. Seguramente, la hinchazón nos impediría respirar con la soltura necesaria para ir sacando la vida adelante o, en el peor de los casos, ahogarnos en nuestro propio vómito. Luego, podríamos estar varios días sin ser echados en falta, con lo cual, el Mahatma y el Notorious, a estas alturas, podrían haber empezado a alimentarse con nuestros cadáveres. Muchos habríais pensado que habríamos desconectado los móviles o qué sé yo pero, calculando por encima, un mensaje de mi madre cada tanto y una llamada de los padres de Gabriela cada cuánto, nos daba unos cuantos días de «descanso», al menos hasta que la cadaverina y la putrescina hicieran su aparición y lograsen advertir al vecindario de nuestra presencia.
  • ¡Joder, Andrés!
  • Es lo que tiene haber visto demasiados capítulos de C.S.I.
  • Bueno, ¿qué hicisteis al final?
  • Nos tomamos un poco de sal de frutas y ya está.
  • Tan fácil…
  • Sí. ¿Para qué nos vamos a complicar?

Escena 2

  • Buenos días, Avelino.
  • Buenos días, señor alcalde.
  • ¡Tengo las manos como una llave! Detesto la sensación de tener los dedos fríos.
  • Es lo que tiene noviembre, que viene con el frío bajo el brazo.
  • Siempre me ha parecido un mes decadente y bello, sobre todo por las nieblas. Me gusta la niebla, aunque no soporto el frío.
  • Si lo piensa bien, señor alcalde, noviembre es al frío como mayo al calor: un periodo de entrenamiento que nos prepara para lo que ha de llegar.
  • ¿Le sirvo algo, alcalde?
  • Sí, por favor, Vero: un café con leche.
  • ¡Marchando!
  • Si todo fuera así de sencillo…
  • ¿A qué se refiere?
  • A que nos complicamos demasiado la vida, Avelino.
  • Eso es algo muy español.
  • Sí. Los eternos quejicas. Le contaré algo. El otro día, salí a comprar unas cosillas y, ya volviendo a casa, me detuvo el rojo de un semáforo. No había tráfico, pero imagino que el temporizador del semáforo no lo tuvo en cuenta. En la acera contraria a la mía, llegó un chico que llevaba una niñita de la mano. Al ver que no venían coches, el chico azuzó a la nena para cruzar. Ella resistió: «está rojo, papá»; «pero ahora no viene nadie». Cruzaron, por supuesto. Por suerte, nuestras calles no son demasiado anchas y tardaron muy poco en alcanzar la otra orilla. Lo miré y me devolvió la mirada con cierta vergüenza. Ninguno de los que esperábamos la luz verde dijimos nada. Es una tontería, lo sé, pero me hizo pensar en que el único que cumplió totalmente su cometido, fue el semáforo: el padre tuvo un comportamiento poco cívico, la niñita no supo decir «no» y, el resto, hicimos la vista gorda.
    España.
  • Llamarle la atención no hubiera mejorado nada.
  • Tiene razón. Hubiera implicado un pliego de disculpas que, realmente, solo hubiera beneficiado a la niña. Somos una sociedad ineficiente.
  • No debe mortificarse por eso, señor alcalde.
  • No lo hago, Avelino… o no lo haría si, mis actos, no repercutieran directamente en el día a día de todos y cada uno de los ciudadanos. Debo procurar, por ejemplo, mantener limpia una ciudad en la que, sus habitantes, se quejan por la suciedad, pero no tienen reparos en arrojar su basura fuera de contenedores y papeleras, cuando no las arrancan de raíz. Es una carga, se lo prometo.
  • ¿Hace usted todo lo que está en su mano?
  • Eso intento.
  • Pues, tampoco se exija demasiado.
  • ¡El café con leche!
  • Mil gracias, Vero. Toma, cóbrate también lo que ha tomado Avelino.
  • No es necesario…
  • Ni innecesario.
  • Muchas gracias, señor alcalde.

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