Estación de Cercanías

Aznar, Aznar…

Perplejidad es la única palabra que me viene a la mente al recordar a Jose Mari Aznar, copa de vino va, copa de vino viene, pidiendo entre risas que le dejasen tranquilo al volante de su coche con las copas que hagan falta. El amigo de Bush, en un momento de enajenación mental alimentado sin duda alguna por los vapores de ese alcohol que reclamaba le dejen consumir antes de conducir, y en pleno arranque de chulería torera motivado por un desesperado intento de aparentar ser algo que nunca ha sido, entiéndase gracioso y agradable, tuvo la osadía y la falta de dignidad de dejar aparcada su condición de ex presidente de gobierno, así como de persona mínimamente sensible con un grave problema que deja en la carretera a miles de españoles cada año, para realizar unos comentarios tan peligrosos, tan insensibles y tan insensatos que la sorpresa dejó paso a la indignación ante tamaña bravuconería.
No sé ustedes, pero yo continuamente pienso en el por qué de algunas prohibiciones, en el loco sinsentido que supone la necesidad que tenemos las personas de ser guiados. Pienso en esa carente autoestima de la que hacemos gala en multitud de ocasiones y por la cual deben imponernos a la fuerza normas de conductas y proceder destinadas a conseguir que nuestro comportamiento para con los demás y en muchos casos para con nosotros mismos, sea cívico, respetuoso o adecuado en los más básicos conceptos; deben redactarnos y hacernos aprender patrones de conducta a seguir, bien para hacer que la convivencia entre nosotros sea lo más gratificante posible o bien para procurar que nuestra coexistencia con otros medios de vida, imprescindibles, tenga unas mínimas garantías de continuidad, continuidad que por otro lado asegura la nuestra con su seguir.

Pero lo que más me invita a la reflexión, la parte que me resulta más intrigante de esta incomprensible conducta innata en nuestro ser, es el hecho de que deban ser los legisladores y gobernantes, de nuestra misma especie, los creadores de leyes o sanciones con la única y exclusiva intención de proteger nuestra vida de esos destructivos instintos. Que tengamos que estar continuamente estimulados desde los diferentes medios de comunicación con señales que aporten a nuestro cerebro la dosis precisa de consciencia –condición atribuida y reconocida a la condición humana que nos permite un conocimiento interior para diferenciar el bien del mal, y que en algunos supuestos ¿Aznar? está erróneamente aplicada– que nos haga comportarnos con la benevolencia y la cordura necesarias para protegernos y proteger al prójimo.

Que deban ser otros los obligados a señalarnos cómo debemos de cuidar el don más preciado del que disponemos, nuestra vida, me resulta increíble; que tengan que venir a decirnos qué o qué no debemos hacer en determinados momentos, en algunas ocasiones, en un intento por evitar que nuestro camino acabe prematuramente interrumpido por un ejercicio de autodestrucción que acometemos sin excesivo temor, sin demasiada calma o meditación, me resulta desconcertante; y la profundidad de esta desazón afloró de nuevo al ver cómo Aznar vendió tan barata la existencia propia y ajena; porque sentir esa fragilidad me vuelve a ubicar en la infancia, en ese periodo de nuestra vida en el cual la mirada protectora de la madre, siempre en guardia, evita para nosotros catástrofes innecesarias, y eso me hace sentir inútil; sobre todo y en mayor medida, porque me veo totalmente involucrada en este proceder, mío o tuyo, que se hace difícilmente visible estando dentro de su desenfrenado rodar y que por mucho que queramos se hace inevitable en más de una ocasión y llorado en otras tantas.

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