El Ordenanza

Balada de otoño

El Ordenanza. Capítulo 166

Escena 1

Mientras los martes por la tarde sean grises

y nuestra apatía nos haga andar adormecidos.

Mientras el otoño se vaya adornando con las primeras nieblas

y la temperatura fluctúe entre los diez y los veinticinco grados

centígrados.

Mientras la patada de un adolescente destroce

una papelera en el patio de una escuela infantil

y las ramas de los árboles sean separadas de sus troncos

para satisfacer esa sensación de incipiente hombría.

Mientras los conductores braceen

para saciar el ansia de aparentar su poder.

Mientras no se respeten los cedas el paso, ni los peatones

(esos autómatas sin exoesqueleto)

esperen el verde esperanza de los semáforos.

Mientras los ciclistas circulen por las aceras

y los motoristas no disfruten de su paseo dominical por La Carrasqueta.

Mientras haya una sola lata en el tapiz de grava de San Bartolomé y

las botellas vacías se acumulen bajo los bancos del parque.

Mientras un anciano escupa en la acera y, un poco más allá,

un ciudadano no recoja las heces de su mascota.

Mientras se hable a las espaldas.

Mientras los niños sean crueles entre sí.

Mientras sus padres no los eduquen

y se quejen de que no tienen tiempo para ellos mismos,

durante la comilona de los domingos.

Mientras la gente lleve más tinta en los brazos que en el alma

y sea, más que difícil, ver a alguien dibujando corazones con papel y lápiz.

Mientras los modernos den grima.

Mientras nuestra prisa nos haga perder el tiempo y sea más importante

el principio de un partido, que la vida del conejo que se cruza entre

un Dacia Sandero y el pitido inicial.

Mientras un cazador dispare a su perro.

Mientras existan los límites mentales y sus odiosos procederes.

Mientras se nos engañe mediante ofertas de libertad,

pagadas con falta de ella.

Mientras exista el rebaño y mientras existan los lobos.

Mientras yo sea un lobo para ti, seguiremos encarcelando

esa sensación de ira en nuestro pecho,

mitad rabia y mitad melancolía,

y tendremos ganas de llorar

o de que, alguien, acepte batirse con nosotros

en un estúpido duelo a muerte.

Mientras, seguiremos inmóviles,

con la esperanza de que algo cambie.

Escena 2

  • ¡Qué manía tienen los profes de Lengua con las golondrinas!
  • ¿Todavía andan con esas?
  • Sí. ¿Me ayudas, tío?
  • Es bastante fácil de analizar, la verdad. Mira, la estructura externa es de seis estrofas en las que se combinan versos endecasílabos y heptasílabos, de once y siete sílabas. Al rimar solo el segundo y el cuarto verso, podemos deducir que se trata de una canción, dada la repetición de la misma estructura, con rima yámbica. Bécquer utiliza la anáfora como espina dorsal de un poema que se intensifica. Usa imágenes para atrapar al lector y enfrentarlo con el tema principal: la fugacidad de las cosas y, en concreto, del amor. El poema está dividido en tres partes, con dos estrofas en cada una. Es como… una de ida y otra de vuelta, no sé si me explico.
  • Más o menos.
  • A ver, Carlos Manuel: las dos primeras estrofas hablan de golondrinas, las que volverán y las que no. Las dos siguientes, de madreselvas. No hay nada en el mundo que se repita exactamente, ¿no?
  • Sí.
  • Pues eso. Las dos últimas, hablan de la mujer a la que dedica el poema, que se enamorará de nuevo, pero de alguien que, seguramente, la querrá menos que el poeta.
  • Vale.
  • Luego, puedes decir que utiliza recursos como la metáfora, la hipérbaton, el símil, el apostrofe, la polisíndeton, la anáfora y todos esos rollos.
  • Todavía no entiendo que, estudiando esas paparruchas, llegaras a alcalde.
  • Llámalo pos-romanticismo, hermanito.
  • Gracias por echarle una mano con los deberes.
  • No hay de qué. Así me quito un poco el óxido.
  • ¿Eso es una anáfora?
  • Diría que una metáfora.

Escena 3

  • Muy buenas noches, Avelino.
  • Buenas noches, don Julio. Le esperaba a una hora menos tenebrosa.
  • Ya sabe, don Avelino, los argentinos tenemos una tendencia a la teatralidad y al dramatismo grandiosa. Disculpe mi tardanza, pero vine en cuanto pude. Se me cruzó una lluvia efímera, de apenas medio minuto, que me caló hasta el alma. Espero que no me haya estado usted aguardando largo rato.
  • Apenas unas horas, don Julio.
  • ¿Sabe si está todo dispuesto?
  • Todavía faltan algunos flecos pero, imagino que no tardarán a iniciar la redacción, pese a que aún queda mucho para que salga: una semana, al menos.
  • Eso está bien, uno no sabe las catástrofes que pueden acontecer en la vida rutinaria. Tengo infinitas ganas de colaborar con ustedes.
  • Eso nos enorgullece, don Julio. Me consta que estamos muy ilusionados con que usted haya accedido a trabajar con nosotros.
  • Imagino que se podrá fumar en las sesiones de trabajo, ¿no es cierto? Allá de donde vengo, en el Limbo, las leyes se retuercen en torno a nosotros, los fumadores. Es curioso que, en los lugares donde más nervioso está uno, como en hospitales, comisarías o iglesias, siempre haya prendido ese dichoso cartelito redondo con un cigarrillo tachado. No creo que pueda ayudar mucho si el humo de mis cigarrillos no dibuja volutas a mi alrededor.
  • Tendrá usted una zona habilitada para fumadores, no tema.
  • Perfecto.
  • ¿Quiere usted ver sus aposentos?
  • No se moleste, don Avelino: llevo casi treinta y nueve años sin necesitar más que un sillón, una mesita y un cenicero. Ya, ni siquiera, me saco los anteojos para descansar.
  • Acomódese entonces. Siéntase como en su casa, señor Cortázar.
  • Mil gracias.

A la memoria de Robert Ira Gordon (29/03/1947 – 18/10/2022)

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