De recuerdos y lunas

Bálsamo

La escritora Carme Riera, en el contexto de los actos de la celebración del IV Centenario de la Edición del Quijote, publicó un artículo titulado "Leyendo estamos a salvo" (EL PAÍS, 29.05.2005). Desde entonces este artículo forma parte de mi carpeta de actividades fijas para el curso. Así, tarde o temprano, un día, se lo entrego a los alumnos para leerlo y comentarlo. Sé que a ellos les queda distante porque se tropiezan con muchas palabras que extrañan y porque no terminan bien de entender cómo la lectura –y también la escritura– sirven para alargarnos la vida. Que son buena vitamina para vivir más. Claro, esto se entiende leyendo. O escribiendo. Y el alumnado de ahora, lee muy poco y no escribe más.
Carme Riera ve en el Quijote la historia de un lector: "Un lector que a lo largo de los siglos no ha dejado de generar lecturas." Y nos recuerda el capítulo XXXII de la primera parte –"Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote"– donde se expresan los gustos literarios de los "oyentes". Luego, la escritora, trae a Madame Bovary y, más adelante, a Scherezade. Aquí, en la historia de Scherezade, la de las mil noches y una noche, mis alumnos sí que ven una utilidad vital a los cuentos. Aunque si fuera por algunos desalmados penosamente la habrían aguantado una velada. También, más abajo, en el artículo, Carme Riera habla de Rubén Darío y su célebre "Sonatina", esa de "La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color." Y de cómo la magia de las palabras que conforman esta poesía que su padre una vez le leyó, fue el aldabonazo para que le creciera la necesidad de aprender a leer y leer. Porque en aquella experiencia oyente, espectadora, "golgonda" –sic por Golconda– y "argentina" le sonaron a magia —nos dice. El artículo, a pesar de la errata, es ciertamente hermoso.

Desde mi experiencia personal, hasta la fecha, dos lecturas me han salvado mucho del miedo a morirme. Unamuno decía que no le tenía miedo a la muerte. Que le tenía miedo a morirse. Yo también. Las dos lecturas, curiosamente, son del mismo autor, José Luis Sampedro. Me refiero a "La vieja sirena" y a "La sonrisa etrusca", ésta última que ya dijimos para traer vida hace unas semanas. En las dos he visto el estoicismo ante la muerte. La serenidad. El temple. En "La vieja sirena" descubrimos lo insulso de una vida inmortal y, por ende, la pasión de una vida finita. ¡Qué importa envejecer, así se vive! —nos dice Glauka que ha renunciado a su inmortalidad de sirena para, precisamente, vivir. Porque para vivir vivir, hay que morirse. En "La sonrisa etrusca" descubrimos la aceptación valiente de la Ruska. Así llama Salvatore Roncone –Bruno el partisano en los años de guerra– a su cáncer. Así lo llama, Ruska, en recuerdo de una hembra de hurón que tuvo. Salvatore acepta esa bicha interna que cualquier día puede concomernos las entrañas, como el águila a Prometeo. Esa bicha que, por dentro, nos devora con avaricia y contra la que cabe practicar técnicas guerrilleras. La lectura de estas obras ha sido bálsamo curalotodo contra las heridas que nos crea el miedo a dejar de ser. De estas obras y de otras, la lectura es bálsamo vivificador porque a través de ella, nos lo dice también Carme Riera en su artículo, se pueden vivir otras vidas.

Otras vidas y… ¡Tantas geografías!

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