Vida de perros

Botellones e Hikikomoris

Se desarrolla en Japón, casi a once mil kilómetros de Villena. Se trata de un fenómeno social protagonizado por jóvenes (prácticamente en su totalidad varones), en las antípodas de las reacciones de los jóvenes franceses. Son los hikikomoris, palabra japonesa con la que se define esta nueva “enfermedad” y cuyo significado apunta a actitudes de inhibición, aislamiento o reclusión.
Los hikikomoris a menudo rehúsan a abandonar la casa de sus padres y se encierran en una habitación durante meses o incluso años. Normalmente no tienen ningún amigo, y en su mayoría duermen a lo largo del día: ven la televisión, vagabundean en la red o juegan con el ordenador durante la noche. Temerosos de la sociedad en la que viven, incapaces de aceptar la presión que ejercen los valores en los que deben desarrollarse, estos jóvenes abandonan la sociedad del bienestar para permanecer en trance –que no en meditación o introspección– dejando que las horas pasen únicamente por sus cuerpos. También de Japón nos llegaron ya hace tiempo noticias de los suicidios colectivos, acciones perpetradas por grupos de jóvenes cuya única relación se establecía mediante mensajes en la red. “La idea de suicidarse juntos es de alguna forma reconfortante”, comentó Yukio Saito, responsable del Teléfono de la Vida –análogo al Teléfono de la Esperanza–. También en España tuvimos conocimiento en el 2005 de un intento similar, abortado por la policía, en el que tres jóvenes decidieron acabar con sus vidas reuniéndose en la casa rural de un pueblo de Zamora.

Jokin se suicidó dejándose caer desde lo alto de un muro. Sus compañeros se reían de él y decidió que esa sería su vía de escape. Los abusos en el aula se destaparon entonces como si hasta el momento hubiera sido imposible verlos. Ahora, por cierto, es posible verlos en las pantallas de los móviles de muchos jóvenes. También las vejaciones a ancianos, borrachos o mendigos. Pero todo esto es otra historia. No quería hacer recuento de las perversiones de la juventud. Tan sólo poner sobre la mesa algunos ejemplos antes de comenzar a hablar de lo que ocurre ahora en nuestro país y, próximamente, en nuestra ciudad: las quedadas del botellón. Las justificaciones son varias por parte de los implicados: exceso del precio de las entradas y de las copas en los locales de ocio nocturno (también podríamos hablar de ausencia de locales apropiados para acoger a esta clientela poco lucrativa en muchos casos).

Pero yo continúo empecinado en que se trata de otro dolor el que lleva a concretar acciones como el botellón. Al igual que un malestar anímico se puede somatizar en un extraño dolor de rodillas, creo que el botellón es la somatización de un mal distinto. No creo que la reivindicación real de estas acciones tenga que ver con una simple cuestión de precios. Se trata de cubrir necesidades, en este caso la de relación. Al contrario que los jóvenes japoneses, la opción por la que se ha decantado esta tierra ha sido la de organizar una macro reunión, la de buscar un espacio. El alcohol no es algo inherente a estos encuentros, pero es algo que está ahí, como lo está en todas nuestras celebraciones, sean comuniones, cumpleaños, encuentros, cenas entre amigos o compañeros de trabajo. El alcohol está presente, pero también lo estaría sin la asistencia a esta cita. Se toma como el asidero legal por donde condenar la concentración. Una vez más una muestra de hipocresía. En cuanto a la basura que queda en el espacio, es una cuestión de educar acerca de cómo comportarse y explicitar qué condiciones tiene el uso de la zona.

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