De recuerdos y lunas

Caporetto

En la tercera parte de "Esta historia", novela de Alessandro Baricco, bajo el título "Memorial de Caporetto" se recoge una doliente reflexión: " [...] y no pude por menos que pensar en todos aquellos a quienes la guerra había seguido matando después de que las armas hubieran cesado de disparar. Era como un animal que se hubiera llevado a sus víctimas a lo más oscuro de su guarida, y que ahora las devorara con calma, manteniéndolas con vida el mayor tiempo posible, para conservar la tibieza de la carne viva."

Así son las guerras. Así las veo. A pesar del último disparo, a pesar de la última bomba, a pesar del último bayonetazo, a pesar de que ya no suenen las sirenas que advierten de la amenaza del bombardeo, insaciables, siguen matando. Parece que no pueden vivir sin ese consumir carne fresca como alimaña insatisfecha, como monstruo egoísta que precisa con avidez de reservas vírgenes en la despensa de su madriguera. Por eso nos persiguen. Y hay incluso quienes aún parecen disfrutar haciendo de pinches para servir esa carnaza que alimenta a la bestia. Como quien, diestro en las artes de cetrería, coloca con naturalidad trozos de chicha cruda en un guante para que acuda la rapaz a devorarla. Así los hombres colocamos a los hombres para que las guerras nos vayan picoteando.

Setenta años hará al año que viene del final de la guerra del 36 en España y todavía hay gente que parece querer –o no puede evitarlo– el mantener viva la tragedia. Esta impresión siento con desasosiego cuando aún veo como sempiternos los bandos. Con desasosiego porque desde que dejando la infancia tomé conciencia de la guerra, en una guerra sólo me imagino –lo siento por mi cobardía, lo siento por mi patria si me necesita– corriendo. Corriendo enloquecido. Corriendo hacia no sé dónde. Huyendo de ese jinete apocalíptico que me persigue. Desde esta visión nunca más quise que me enferiaran la escopeta con tapón de corcho que todos los años me enferiaban porque la pedía.

Hoy, trayendo a Baricco, me ha venido a la cabeza la posibilidad de que entre las víctimas de la guerra que no pudimos ser porque ni siquiera habíamos nacido, pueda ser que seamos siempre en España víctimas de la última guerra, víctimas de todas las guerras. Como si nos fuera imposible matar la bicha que, generación tras generación, insaciable nos engulle. A veces tengo la impresión de que vencidos los primeros años del siglo veintiuno, y a pesar de las tolerancias de la santa transición postfranquista, desde la quiebra de la guerra incivil, vivimos en España en un paréntesis que multiplicó las intolerancias y la dualidad. Un paréntesis que no se ha cerrado. Como no se cierran ciertas heridas. Es verdad que la Historia de España está salpicada de desencuentros de ideas –y de exilios por las mismas ideas– que fueron explotando en las sucesivas guerras civiles que nos han enfrentado. Y al final sospecho que la guerra es siempre, hija de puta, la misma guerra. El genio de Goya ya nos dibujó, antes de nuestra última guerra que por más reciente más recordamos, en el "Duelo a garrotazos". Retrato de las guerras que luego fueron porque habían sido antes. Al cabo, somos villanos enterrados hasta las rodillas para no poder huir. Villanos que nos zurramos de lo lindo hasta reventarnos en sangres los cráneos. Bajo un cielo azul, gris y blanco.

Si Caporetto (1917) es para los italianos sinónimo de derrota, nuestro tanto regurgitar las violencias que tuvimos es también una derrota. El pago doloroso a ese monstruo que alimentamos.

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