De recuerdos y lunas

Catecismo pedagógico

Yo pecador confieso que, guiado por la cólera, cuando en estos días de inicio de curso me lancé a la lectura de "Catecismo pedagógico para la reforma del bachiller" de Luis Calero Morcuende (Aguaclara, 1999) lo hice buscando sangre, mucha sangre, contra la LOGSE y descendientes. Y la sangre no la encontré porque la sangre no está. Y, mea culpa, me arrepiento. Y pido perdón porque la ira, sin necesidad de matar, va contra el quinto.
La obra que hoy nos ocupa, respondiendo a su título, es obra piadosa. Y exquisita. Exquisita, no sólo por su contenido sino –y mucho– por la forma en la que está escrita. Esto nos confirma en la admiración que desde que publicó "Ficcionario" (Aguaclara, 2006) tenemos por el profesor Calero, profesor de Filosofía en el IES Tháder de Orihuela. Si la semana pasada, aprovechando el "Panfleto antipedagógico" de Ricardo Moreno trajimos nuestros desvelos sobre lo hostil en la Enseñanza y nuestras desesperanzas y agonías, hoy, con esta catequesis pedagógica de Calero, nos reconciliamos con –como dice el autor cuando estira el título– el arte de enseñar y el noble oficio de aprender. Así sea. Así es.

Efectivamente "Catecismo pedagógico" es obra anterior a "Ficcionario", del que bien hablamos en INFORMACIÓN (13.02.2006) cuando se presentó. Pero, por anterior, no es obra caduca. Publicada cuando se discutía lo del cambio o no de siglo y se resucitaban los miedos milenaristas, pero ya sin fuegos ni tragedias naturales, porque curiosamente de suceder la hecatombe finisecular hubiera afectado sobre todo a los ordenadores, pese a ser de aquel entonces, podríamos y debemos apostillar sobre "Catecismo pedagógico" que es sin ninguna duda obra de "rabiosa actualidad" y "de obligada lectura". Y más desde que la OCDE todos los años nos recuerda con cifras nuestra deriva hacia el país de los Juguetes, ese que visitaron Pinocho y Mecha, ese donde los niños se metamorfosean en burros, ese donde no hay escuelas, ni libros, ni maestros. En "Catecismo pedagógico", es verdad, el autor no se ensaña contra la realidad incómoda que decíamos el otro día propiciada por una legislación lesiva, Luis se escapa de la circunstancia y, perdida nuestra esperanza en que las leyes educativas solucionen el mal, nos ofrece remedios que dependen de nosotros. El autor, entonces, no arremete contra la bicha, que para nosotros es la ley, sino que edifica un manual útil contra leyes cualesquiera. Y si fallan las consejas del profesor filósofo es que falla la libertad personal. Es verdad que las circunstancias pueden determinar nuestro yo, pero las circunstancias, sean leyes, sean lo que sean, no pueden aniquilarlo. A propósito de esto, viene bien recordar el prólogo variopinto de Jesucristo Riquelme, hermano en docencias e inquietudes, cuando recuerda a Pitigrilli parodiando a Ortega y Gasset: "Yo soy sólo yo, puesto que mi circunstancia, la pobre, murió de vieja". Imposible el cambiar las circunstancias, pues las sucesivas leyes educativas demuestran que somos capaces de tropezar muchas veces en la misma piedra, esperemos que se mueran de viejas. O de inútiles. Pero que no nos determinen.

Algunas soluciones, nos enseña Calero, están en nuestras manos, contra vientos y mareas, porque con nuestras manos podemos y debemos combatir contra la pereza, contra la falta de comprensión y contra el mal-decir. Pecados capitales que provocan, al margen de cualquier ley, el fracaso del alumnado. Calero, nuevo Noé, construyó con este tratado un arca para las diversas especies, docentes y discentes, que desde la propia voluntad –esta es la medicina– quieran salvarse del diluvio universal que ahoga a la Educación. Más allá de las circunstancias, más acá de la libertad personal.

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