De recuerdos y lunas

Como la luna

A veces, hermano Joaquín, cuñada Paqui, me asomo por la noche a ver las estrellas. La experiencia es especialmente hermosa cuando en las huertas de la Vega Baja estalla el azahar. Y mucho más cuando la luna, de plata como vuestro aniversario, está llena. El aroma fascinante de la flor recién reventada me hace feliz porque testimonia que, aunque muy abandonada, aún nos queda huerta. La huerta de nuestros abuelos. Pero a veces el cielo se me cae. Sí, hay noches que a la intemperie siento que el cielo se desploma sobre mí como plancha de acero. Y parece que quiere hablarme y decirme, entre ronroneos de gatos y gorjeos de pájaros insomnes, que para la familia no corren, en estos tiempos, buenos tiempos. Esto me dice la noche, hermano Joaquín, cuñada Paqui, en toda su amplitud. A veces.

Avanzando la oscuridad aún se ven en las ventanas de algunas viviendas –cada vez menos porque vivimos cada vez más puertas adentro y además cada vez más fumamos menos– dedos que apuran luciérnagas de humo o rostros que simplemente respiran el aire renovándose. A bocanadas. Pero a pesar de la paz aparente, la familia, esa sólida construcción que en el pasado se sintió firme sobre sólidos cimientos, vemos –esto me dice la noche– que se nos arruina. Es aquí cuando siento lo que os decía. Cuando siento que el cielo se me cae. Con toda su negrura. Con todas sus estrellas. Con toda su luna. Con todo su aroma. Porque lo que antes era excepción –una separación– hoy nos parece normal. Apenas nos inmuta. Esto si no nos toca muy cerca. En mis primeros años de trabajo –mediados de los ochenta– en las sesiones de Evaluación, que es cuando los profesores nos juntamos para revisar y cerrar las calificaciones de los alumnos, considerábamos como circunstancia anómala la ruptura de unos padres. Nos parecía una vivencia muy determinante en la vida del alumno que había que tener en cuenta por las repercusiones en el rendimiento escolar. Hoy estos casos, por abundar, no los tratamos. O no los tratamos con la atención que les prestábamos antes. Los adolescentes siguen sufriendo igual pero la proliferación de separaciones parece que nos ha hecho insensibles. Y mirad que he visto chicos estirándose como chicle hacia sus padres. Una temporada con papá, otra temporada con mamá; un día hacia papá, otro día hacia mamá. Hasta romperse. Hubo una ocasión –yo era el tutor– en la que por residir los padres en diferentes poblaciones, bastante alejadas, el alumno cursó el primer trimestre en un instituto, el segundo en otro y... El tercero donde el primero. Libros diferentes, profesores diferentes, compañeros diferentes... Un desastre. Y cuando yo hablaba con el padre, la madre tenía la culpa de todo. Y viceversa cuando, por teléfono, hablaba con la madre. Un desastre.

¡Qué paradoja resulta que me vengan estas cosas a la memoria cuando lo que quería era celebrar con estas letras vuestro veinticinco aniversario de casados! Quizás sea por esto, porque viéndoos felices, orgullosos, me cuesta entender las rupturas de otros. No deseo lo insoportable para nadie de una desavenencia hostil, pero me temo que hemos perdido muchas paciencias en nuestras convivencias.

Vivir –nos lo dice Jenaro Talens en "El espesor del mundo"– "es siempre la aventura a que nos mueve el otro, un riesgo impune donde apostar con ganas a un destino más favorable que la muerte...". Y en esta cita, que me viene de la mano de Fernando Savater, veo la esencia del matrimonio: Vida movida por el otro.

Así vuestro ejemplo. Y ahora de plata, como la luna.

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