De recuerdos y lunas

Contra lisonjas

Fray Antonio de Guevara escribió "Relox de príncipes". Obra de orientación política y moral publicada en 1529. En el capítulo 33 del libro I, alude el franciscano al encuentro de Alejandro Magno con el sabio de los garamantes; un pasaje, según nos dice el fraile, que Lucio Bosco recoge en su "De antiquitatibus grecorum". Lo dice inventándose título y autor. Pues bien, entre las diversas advertencias que el sabio señala al conquistador le apunta el peligro de atender a lisonjas huyendo de la verdad: "sigues tu parecer proprio y dexas el consejo ajeno, amas los lisongeros y sacudes de ti los sabios; porque los príncipes y grandes señores más quieren ser loados con mentira que ser reprehendidos con verdad."

La conseja tiene diversas versiones. Todas divertidas. La más conocida, la del cuento "El traje nuevo del emperador" de Hans Christian Andersen. También difundida como "El rey va desnudo" o "El rey desnudo". Historia que algunos críticos han visto como remedo, con los matices que se quieran, del ejemplo XXXII, "De lo que consteció a un rey con los burladores que fixieron el paño", de "El Conde Lucanor" de Juan Manuel. En esta última, todos los protagonistas, entre ellos el rey, fingen ver una tela inexistente. Por la cuenta que les trae, porque esa tela es tela que sólo se hace visible ante quienes son hijos del padre que dicen ser. Así, todos mienten por miedo a la viable verdad. Todos mienten hasta que un humilde negro palafrenero sin prejuicios desatranca el timo. La moraleja sentencia: "Quien te conseja encobrir de tus amigos, / sabe que más te quiere engañar que dos figos." Que en algunas ediciones aparece enunciada como: "Al que te aconseja encubrirte de tus amigos / le es más dulce el engaño que los higos."

Ante la amarga verdad nace la tentación de esquivarla, sobre todo cuando es embarazosa buscando el acurruco más plácido de las alabanzas. Porque la verdad cuando contraría duele, enoja e incomoda. Duele a quien la dice porque el que la dice arriesga el aprecio, duele a quien la recibe porque la verdad siempre desnuda a la apariencia. Por ello tanto se la rehuye. Porque tenemos miedo a que la verdad nos arrebate la amistad o nos deje el alma en pelota viva. Fingidores, vivimos en una pradera carnavalesca donde triunfan aduladores y donde pastan panegíricos los adulados, embriagados con el "muy bien, todo va muy bien, todo lo haces muy bien". Y se dan volteretas de gozo. Mientras, a los que pregonan realidad se les llama agoreros.

Mas el escenario donde actúa el disimulo tiene carcomida la tramoya. También las tablas. Y tarde o temprano se desmoronan los paisajes pintados en las telas y las arquitecturas de cartón piedra, débiles y huecas. El escenario se hunde bajo los pies. Las ratas roen los flecos de los trajes de los bufones y aherrumbran con orines los cascabeles. Y se acabó. Se acabó el cuento. Y cuando se acabó, las palmadas en la espalda, que eran efusivas y sumisas, derivan en olvido o en puñales. Muchos de los que en principio recibieron al Cristo con hosannas, pronto gritaron, desgañitándose, "¡crucifícalo!".

Pero que no se confundan nuestras palabras y se piense que escribimos creyendo que tenemos la verdad absoluta sobre las cosas. Lo que estamos diciendo es que lo que escribimos lo escribimos sin tapujos. Porque queremos mostrar las cartas claras en las cosas que jugamos. Escribimos también desde la duda, aupándonos sobre las palabras para ver si atisbamos una salida a lo que nos inquieta. Humildemente. No sin fuerza. Sí con sinceridad. Sí a pelo.

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