Escena 1
Mientras camina, el leve corretear del viento juega, alrededor de Veda, con hojas de los álamos cercanos. No piensa, camina. El sol apenas calienta pero, para ser domingo a las diez, empieza a estorbarle el gorro, aunque no así los guantes. Eso, junto a sus gafas de sol y la mascarilla, le da ese ápice de intimidad que hemos ganado con la pandemia. Eso mola.
La perrita brinca y esprinta para llevar de vuelta su palo favorito de hoy. El otro día hizo un año que están juntos… un año maravillosamente difícil (ya saben, el rollo del jodío virus y los destalentaos, que se quejan porque la gente no usa bien la mascarilla, mientras podemos ver sus insignes narices asomando claramente).
El caso es que Veda se ha recuperado del todo, física y psíquicamente (aunque nadie lo diría al ver las cabriolas que está haciendo) del “altercado” con su anterior dueño. Como imagino que no recordarán ustedes los hechos acontecidos, se lo pongo a huevo aquí.
Ambos animales, alcalde y perra, se adentran en un pequeño bosquezuelo de álamos, bajando hasta una vaguada sobre la que se alza una carrasca de grandes ramas. El edil levanta una mano y, con suma dulzura, informa a su compañera:
- Mira, Veda, aquí nos conocimos.
Escena 2
De vuelta al mundo real, paseando por calles, plazas y parques, va pensando en la raza humana, la única especie que es capaz de destruirse a sí misma, llevándose por delante todo lo que alcanza.
Mientras recorre el casco urbano, con el cordón (casi umbilical) que le une a Veda, observa cómo los paisanos no respetan las normas que ha lanzado el Ayuntamiento para frenar el avance de la enfermedad.
Parece que se dictan decretos para controlar a la población, como si de una apisonadora política se tratase. Les parece una aberración que se cierren bares y que se reduzca, considerablemente, la libertad de la ciudadanía, pero no les pareció un disparate la idea de saltarse las normas, reuniéndose para festejar la Nochevieja y, seamos serios, llevar la mascarilla por debajo de la nariz es de puta madre. Empieza a molestarle mucho que cualquier rascatripas le insulte públicamente por querer poner orden en un desorden constante.
Le reconcome las asaduras que la generación de los llamados “hijos de la Guerra” vaya a morir sin poder besar a sus nietos, sin abrazar a sus hijos mientras éstos tiran la colilla en plena calle. Sin entender el funcionamiento de un virus, imagina que es más controlable una colilla bien apagada y depositada en una papelera. Cosas de alcalde, supone.
Hace un par de días, ojeando noticias por la red de redes, se encontró con un vídeo de Comarcalia TV. En él se entrevistaba a gente por la calle, jubilados en su mayoría. Al principio le pareció graciosa la manera de hablar de sus vecinos, pero se le agrió la fiesta al darse cuenta de que, durante los escasos siete minutos de aquella milonga, se mostraban más de treinta infracciones contra los decretos aplicados a consecuencia de el/la Covid-19.
Una idea se cruzó en su cabeza y no se la puede sacar: ¿Cómo contentar a una población que critica aquello que practica?
Escena 3
- Siéntese, Avelino, por favor. Gracias por venir.
- No hay de qué, señor alcalde. Usted dirá…
- Avelino… quiero que me sea sincero. ¿Qué pensaría si le dijese que tiro la toalla?
- ¿A qué se refiere?
- A dejar lo de alcalde y eso.
- ¿Cómo?
- Que creo que llego hasta aquí. He estado dándole muchas vueltas y no valgo para esto. Prefiero dejarlo antes de que empiecen a pesarme demasiado las esquelas.
- Es una opción, pero se equivoca. En confianza, no creo que le falten motivos para hacerlo, pero sé que no lo va a hacer. Aunque nos hemos desnaturalizado todos, usted ha sido de los pocos que han intentado mantener la dignidad y, si le soy sincero, yo le respeto.
- Gracias, Avelino, pero es que estoy saturado. Son demasiadas cosas, la verdad. El domingo salí al campo con Veda… se la veía feliz. Saltando, corriendo… luego le tuve que dar una buena ducha, pero eso también tuvo su gracia. ¿Sabe cuándo me acordé de que era el alcalde de esta urbe? Cuando pisamos asfalto.
- Pues es muy bueno que desconectara, la verdad.
- Sí, pero aquí me tiene de nuevo hoy: jugándome el peso de mi alma por una pandilla de…
- …
- … honorables ciudadanos.
- Los mismos que le dieron su confianza en las urnas, señor alcalde. El único gesto democrático al que, realmente, tienen acceso.
- Ese gesto que les da derecho a traspasar sanos límites, ¿no? Parece ser, Avelino, que aquel poeta tenía razón.
En un viejo país ineficiente, …
...algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
- ¿Conoce a Gil de Biedma?
- Es uno de mis poetas favoritos. Tan decadente siempre…
- … ácido, hastiado y decadente, sí.
- Todo un personaje.
- Oiga, señor alcalde, olvide lo de dejarlo. Usted es un tipo de los que me gusta en El Ordenanza.
- Pero, ¡si ni siquiera tengo nombre! ¿No se da cuenta? Hasta el más pintao tiene nombre aquí… menos yo… y no me quejo, pero ¡nadie empatiza conmigo, joder! ¡Alcalde llamando a La Tierra!
- ¿Cree usted que no es importante?
- ¡También tengo mi pequeño corazoncito! ¡Aunque sea imaginario!
- Está usted haciendo lo mismo de lo que se queja con sus electores o ¿me lo ha parecido?
- Y ¿qué se supone que debo hacer? ¿Pedir en un pozo que todo mejore?
- Descanse, duerma y, cuando lleguen los sueños, intente cumplirlos… como hasta hoy. Lo está haciendo muy bien.
- ¡Qué va! ¡Qué va! ¡Qué va!
- ¡Yo leo a Kierkegaard!
- ¡Enga va, que no dimito!