El Volapié

Dominguillos, Dominguín y Domingueros

Los dominguillos son unos muñecos que están vestidos de época y lucen ropajes estrafalarios, están rellenos de paja y se empleaban durante la antigua lidia en los siglos XVII y XVIII entre el espacio comprendido entre lo que sería el primer y el segundo tercio en la actualidad. Los dominguillos eran arrojados a los toros por los chulos –algo así como los operarios que entregan las banderillas a los peones hoy en día– sin otra pretensión que la de proporcionar la algarabía del público y hacer de relleno en una tauromaquia que carecía de contenido.
El pasado viernes unos cincuenta mil aficionados del F.C. Barcelona y del Athletic Club de Bilbao se pusieron a abuchear al Himno de España al mismo tiempo que se desgañitaban jaleando a dos docenas de multimillonarios –a base de anunciar natillas, beber refrescos y apagar la luz–, que solamente en esa jornada ganaron más dinero que el conjunto de los cafres en toda su puñetera vida, como si una ardilla pudiese atravesar¬ la Península Ibérica saltando de tonto en tonto.

Por mi parte es como si hubieran jugado Honduras contra Guatemala y no siento el menor apego por dichos nacionalismos –ni por las demás naciones– pero jamás faltaría el respeto ni siquiera a los símbolos de la Comunidad Autónoma Farfullera que tanto me repatea. No por bondad sino porque los símbolos que nada significan para unos, lo son todo para otros. No obstante, además del despliegue de dominguillos en las gradas daba gusto ver los cuajados protocolos de las pseudojefaturas de ambos Estados.

Como el Barça dejó el partido visto para sentencia en dos minutos, preferí retomar la Feria de San Isidro. El peor ciclo madrileño de su historia, con los efectos de la crisis económica haciendo brillar el cemento de sus tendidos y con un desastre sin precedentes en el plano ganadero: Ni el Cortijillo, ni Montalvo, ni el Torreón, ni el Vellosino, ni Buenavista, ni el Ventorrillo, ni el Montecillo, ni Manolo González, ni Torrestrella, ni Peñajara, ni Antonio Bañuelos, ni Juan Pedro Domecq, ni Núñez del Cuvillo, ni Fuente Ymbro, ni Baltasar Ibán. Tan sólo y mínimamente Victoriano del Río así como Alcurrucén, estando muy lejos los diestros actuantes del nivel de toreros de otras épocas. Como cuando Luis Miguel Dominguín se atrevió a proclamarse el número uno en Las Ventas, alzando su dedo al cielo madrileño.

Y por si no fueran bastantes desgracias las contadas hasta aquí, han vuelto los domingueros a sacar sus coches de debajo de las lonas que los conservan durante el invierno, para lanzarse rumbo a los campos y a las playas. A ochenta kilómetros por hora, asustados ante la imponencia de la autovía y anquilosados con ambas manos a los volantes de unos vehículos que apenas han tenido desgaste desde el pasado verano.

Los domingueros no parpadean mientras conducen y marchan con el intermitente puesto desde que salen por el Restaurante Riesma hasta que llegan a la rotonda de los Arenales del Sol. El verano es un asco.

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