Fuego de virutas

Don Domingo

Esta semana, don Domingo, don Domingo Soriano Martínez, "maestro bueno", se nos ha jubilado. Y siento vacío el Instituto faltando su voz. Cuando hace once años llegábamos al Miguel Hernández de Bigastro, su voz ya estaba desbordando todos los pasillos. Y como es voz muy cálida, fue voz que nos dio calor rompiéndonos las escarchas del cambio de centro y ciudad, rompiéndonos los hielos del corazón dolido que traíamos por la pérdida de mi madre demasiado pronto, pérdida temprana que se sumaba a la pérdida, también temprana, de mi padre. Si la pérdida de los padres resulta siempre demasiado pronto, en nuestro caso fueron relámpagos.

Lo de "maestro bueno" a don Domingo se lo atildó un alumno en un examen buscando compasión: "apruébeme, maestro bueno don Domingo" aparecía garabateado en el margen de una hoja donde las respuestas eran cuentas torcidas. El alumno apelaba al "maestro bueno" porque más acá del vozarrón enérgico de don Domingo está también la extrema bondad de una persona buena. Grande y buena. Y que además tiene manos de relojero. Por estas manos mañosas aún nos conocimos más, al margen del instituto, aprovechándome yo de sus habilidades para que rematara algunas cosas en mi casa nueva. No es menester precisar que en estas tareas mi papel era darle conversación –mis manos son romas para los bricolajes– y en ocasiones hacer de mozo para los suministros. De estos tiempos de acoplamiento personal en Orihuela le debo a don Domingo la restauración de un marco de casa de mi abuelo que, restaurado, nos sirve como espejo. Asimismo la recuperación de una lámpara que fue del comedor de la casa de mis padres que instalada donde mi biblioteca supone un permanente recuerdo de ese espacio que resultaba, como en tantas casas, especie de sanctasanctórum que sólo se utilizaba en ocasiones muy concretas.

Pero volvamos a don Domingo y su jubilación que es lo que hoy importa. No creo que aun sonando a partir de ahora más vacío el instituto, por faltarnos su voz, deje de oírse. O no estoy tan sordo como pensaba o tengo la impresión de que este mes la voz de don Domingo ha sido más fuerte, como si sabiendo don Domingo sus clases finales quisiera dejar claro lo que siempre dejó claro. Grabado en las paredes, en los pasillos, en el aire: estudio y trabajo.

Finalizando el curso pasado, en la jubilación de don José Fernández Rodríguez aludíamos a esa generación de maestros que, jubilándose, mucho me temo que cierran una generación que nos permitía decir con orgullo eso de "maestros de los de antes". Pronto, si no ya, "los de antes" seremos nosotros, pero nosotros ya no hemos sido ni maestros, acaso profesores, acaso –y maldigo a quien inventó el circunloquio– "trabajadores de la Enseñanza". Me temo que con estas jubilaciones se cierran unas experiencias profesionales que no deberíamos olvidar: maestros de tesón.

Pero no quiero que se vea con pesimismo este homenaje a don Domingo porque nuevas generaciones docentes, con nuevos métodos y técnicas nos abren, aunque corren malos tiempos, un horizonte esperanzador. Pero yo quisiera que la madera de aquellos que decimos "maestros de los de antes" no se nos aje ni se nos pudra. Que sea madera pulida y barnizada con la delicadeza con la que don Domingo pulió y barnizó el marco que trajimos de la casa de mi abuelo para que fuera marco de espejo. Madera que sostenga nuestro quehacer, espejo donde nos veamos para, descubriéndonos, mejorar, recordando siempre que maestros buenos como don Domingo fueron al cabo los que despertaron, alimentaron y alimentan nuestra vocación por serlo.

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