«Were if not that I have bad dreams»
(Hamlet, II, 2)
Escena 1
- Perdonen que me haya personado así, sin avisar. Creo que sabrán comprender la urgencia de mi presencia en su casa. Mi nombre es Carlos Argentino Daneri, primo hermano de Beatriz Viterbo.
- ¿El personaje de…?
- El mismo, Aurora. El amigablemente detestado personaje de Jorge Luis.
- Encantado y honrado de tenerlo en nuestra humilde morada, don Carlos.
- Es un sentimiento compartido, Avelino.
- Y, ¿a qué se debe su visita?
- Verán: como sabrán, este año se cumple el centenario de la publicación de «Fervor de Buenos Aires», primer libro de poemas de Jorge Luis. Como él estableció la muerte de Beatriz, en la aleatoria fecha del 30 de abril de 1929, podríamos establecer la fecha de la publicación de su primer poemario exactamente cien años antes de hoy. La efeméride coincide con las ocho décadas que distan desde que, en 1943, la casa familiar de la calle Garay, fuese demolida. La casa en que vivió y murió Beatriz. La casa en la que se conservaban la mayoría de retratos de ella: Beatriz de perfil; de frente; en colores; con antifaz en los carnavales de 1921; en su primera comunión; el día de su boda con Roberto; poco después de su divorcio; Beatriz en Quilmes; con su pekinés; de frente; de tres cuartos; sonriendo… La casa inveterada que, poco a poco, fue diluyendo su misma existencia en la memoria de Jorge. La casa que contenía la maravilla que creí imprescindible para acabar mi poema más famoso. Como ustedes ya sabrán, en la parte inferior derecha del decimonono escalón del sótano, según se mira desde el ángulo correcto (es decir, emulando una torpe caída al bajar por la escalera prohibida), se encontraba el aleph. El mismo aleph que tuve la torpeza de mostrar a Jorge Luis en aquel lejano octubre de 1941. El mismo aleph sobre el que, vengativo, no quiso hacer más comentarios que un escueto «el campo y la soledad son dos grandes médicos, amigo mío». Sería cosa de necios pensar que, algo tan valioso y poderoso, pudiera ser destruido con la demolición de la cuadra… y que yo no hubiera intentado rescatarlo de las hambrientas fauces de las excavadoras, antes de que la vivienda diese con su fachada en la acera. Ochenta años de éxitos literarios y de cuidadoso silencio sobre mi posesión más preciada. Ochenta años que pesan como ochenta siglos. Por eso he llegado hasta ustedes, para pedirles que sean los albaceas de mi pequeño tesoro, contenido en esta cajita de lata y, así, celebrar su capítulo doscientos.
- Es un gran orgullo que haya pensado en nosotros, estimado Carlos Argentino, aunque no sé si somos merecedores de tan gran honor.
- ¿Por qué no? Son ustedes honrados, justos y discretos. Acepten, por favor, mi encargo. El peso de su contenido es ya demasiado para mis ancianos hombros.
- Esperamos cumplir su encargo con dignidad.
- No lo duden ni un momento.
Escena 2
Al abrir la cajita, aquel fulgurante puntito multicolor de apenas veinticinco milímetros, de apariencia misteriosa, ligera y frágil, se apareció ante nosotros como una incandescente e irisada canica de cristal. Centramos la mirada en ella y, lo que vieron nuestros ojos fue simultáneo. No así lo que voy a transcribir, que es sucesivo, porque el lenguaje así lo es.
Todos y cada uno de los tiempos, de los espacios, de los universos, convergen en ese puntito de apenas una pulgada de diámetro. Todas las sonrisas; las desgracias; los crepúsculos dorados; los aguijones; los disparos y los nacimientos; los amaneceres en Sidney; las hormigas de la antigua Babilonia; los posibles y los poco probables futuros; cada una de las gotas de rocío entre las violetas; las nubes noctilucentes y las estrellas; las danzas que celebran las cosechas; el Big bang; los racimos de negros colgando de los autobuses de Mombasa; todas las traiciones y todas las palabras de amor; la tecnología de la piedra contra la piedra; las órbitas de planetas desconocidos y, ¿por qué no?, de los conocidos; nuestros ancestros y los ancestros de nuestros ancestros; los millones de generaciones que han de vivir después de nosotros; la Revolución Francesa y la del Petroli. La paz deseada. Todo. Todo está condensado en el aleph, sin solapamientos ni fisuras. Sin sobreexposiciones.
Entendimos, pues, que el aleph simboliza el poder transformador, cultural, creador y universal. El poder vital, principio y fin (dada su atemporalidad).Comprendimos que, sus dos yod contrapuestos, también nos dan una convexidad con el vacío, con la nada, pues es el lugar donde no hay nada en absoluto y donde todo converge. Representa la cardinalidad de los números infinitos, para ordenar los números transfinitos y, así, diferenciar los distintos tamaños del infinito. Es un microcosmos que contiene, a su vez, todos los puntos del universo (macrocosmos).
Es un punto de espacio-tiempo donde se sintetizan todos los mundos, todos los tiempos y todos los lugares. Debería interpretarse con lugar del lenguaje o, más precisamente, una especie de «epifanía del lenguaje». Un instrumento, una hermenéutica que se sitúa entre la postura literalista y la interjección sin límites. Una universalidad simbólica y significante, donde todo cabe y todo es posible, porque es el único lugar donde todo puede caber y existir. Es la memoria, la posibilidad del habla y la escucha, la posibilidad de abrir el encuentro con el punto donde se contienen todos los puntos del universo: el lenguaje que determina el tipo y constancia de todo. Daneri es el loco, el maníaco, el extravagante y ridículo, que proporciona las rudimentarias instrucciones para posar la vista en el escalón decimonono.
Solo ante la vista del aleph es cuando, el lenguaje se revela como mundo y construcción de verdad: cuando todos sus límites se contraponen en operación lógica y antilógica. Es aquí donde se pone en juego la recepción lectora, que se trata más que del seguimiento de las palabras a través de la vista, de un ejercicio místico de unidad con el autor: es la verdad que el lenguaje revela desde la potencia de la lengua, donde (como decía Octavio Paz) se crea un algo donde reina la nada. Llegados a este punto, es cuando se muestra la verdadera, sutil y cruel venganza del que no discute el aleph, porque es algo indiscutible. Es una vocación de verdad, una llamada de escucha, práctica de la escritura y el habla, dominio de todos los silencios.
Así, estimado lector, le doy las gracias por habernos acompañado en estos doscientos capítulos. Usted es nuestro más preciado regalo, nuestro pasado y futuro.
Usted es nuestro aleph.
Avelino Amorós Ugeda