De recuerdos y lunas

El cero

—¡Chimpún! ¡Se acabó lo que se daba! ¡Aprovechaos, si queréis, porque es el último año que podréis poner ceros! —lo dijo con guasa cariñosa el Jefe de Estudios en la sesión de evaluación, como grito de ¡vamos allá!, recordándonos lo que habíamos leído en los periódicos y comentado entre compañeros en los días del último trimestre porque, camino de la vacación, lo habían anunciado las autoridades educativas, para el próximo curso desaparecerá el cero. El Jefe de Estudios lo dijo con guasa, explotando la caricatura cruel de ávidas hienas que algunos pedagogos han colgado al profesorado reunido en evaluación. Algunos idiotas han llegado a escribir que la evaluación era "vengativa", el momento en el que el profesorado liberaba sus fobias y –sartén por el mango– ajustaba cuentas con el alumnado, descargando ruin sus frustraciones acumuladas en el trimestre. En el curso. En la vida.
Desde esta perspectiva que dibuja una imagen resentida del profesorado, el cero venía a ser la puntilla que el docente clavaba, por fin, sobre los lomos de la bestia discente. Pero alejados de esta imagen carroñera del profesorado que no es cierta, ante la noticia de la desaparición del cero, el maestro equitativo que busca la justicia y que la calificación sea reflejo de una realidad colectiva comparada, se pregunta qué nota poner entonces a aquellos alumnos que no vienen o vienen de uvas a peras, o aquellos que viniendo no están nunca salvo para comerse una barra de pan entera en el recreo, o a aquellos que, estando, entregan el examen en blanco, sin siquiera el nombre completo, sin siquiera la fecha. ¿Qué calificación poner, entonces, a quienes no han hecho nada?... La solución a la imposibilidad del cero nació por deducción gráfica y matemática.

Si algo sé de matemáticas se lo debo a mis maestros del colegio salesiano y del Instituto. A Martín Gual, a Eduardo Llopis y a mi compañero Pepe Pérez que en segundo de BUP me salvó lo incomprensible. Que el bueno y paciente de Pepe Pérez ya pintaba maneras de buen profesor siendo alumno. Y ahora lo que sé y amplío de Matemáticas se lo debo a mis compañeros de trabajo en Bigastro: a don Domingo Soriano, a Miguel Martínez Rico de Fortuna y, por supuesto, a Cristina Sánchez. No vean discriminación los lectores en el tratamiento. Si entre todos los docentes que he dicho sólo hay un don es porque don Domingo es maestro. Y punto. —Maestro bueno don Domingo —dicen los alumnos.

Pero volvamos a donde estábamos que era buscando solución a la desaparición del cero. Ni redondo ni patatero. Y la solución salió precisamente al tacharlo. Porque al tachar el cero nos apareció el conjunto vacío –Ø– esa realidad hueca de la teoría de conjuntos de la matemática moderna, matemática moderna que tanto complicó a nuestras madres la asistencia en los deberes más allá de las sumas, de las restas, de las tablas de multiplicar y de los dictados sin ninguna falta de ortografía.

—Si no cabe el cero, en los casos extremos de insumisión, cuando ni siquiera se traiga el bocadillo, pondremos un conjunto vacío que es símbolo traído de la lengua danesa, feroesa y noruega donde se usa como vocal cerrada —así lo acordó y aplaudió el equipo evaluador. Conjunto vacío, algo así como la mente vaga, algo así como la expectativa de quien no vive más que el instante presente, sin correr el riesgo de herniarse ni echar el bofe al sacar punta al lapicero, algo así como la mente de algunos legisladores educativos, algo así como la vacuidad. Algo así como la nada.

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