De recuerdos y lunas

El coño de la Marquesa

Que el azud que dicen de la Marquesa no es azud. Que el azud desde donde dicen que nos traerán las aguas del Júcar es una zafa. Una jofaina donde se entretienen las aguas de todas las lavativas e higienes de la gente muy limpia de la Ribera, incluidos los bitoques de la Marquesa que refresca su vulva irritada por vaginitis espatarrándose bien espatarrada cinco veces al día: por la mañana temprano al salir el sol, al mediodía de vermouth, por la tarde antes del té con las amigas, al oscurecer y por la noche, antes de acostarse, después de los paseos trotones por las huertas para hacer la digestión, perder algunos quilos y llamar al sueño. Es por ello por lo que la Marquesa ha cogido mucho arte en achiques. Y es por ello por lo que el agua que dicen tan buena, sólo se usará para baldeos y regadíos urbanos no comestibles. Es por eso.

Porque el agua del azud que no es azud sabe a altramuces. También a chufas. Y allí, en sus orillas, se orinan encima los niños falleros que tienen miedo a las mascletás. Y allí aclaran sus calzoncillos y zaragüelles. Y es también allí donde los jóvenes de la ruta del bacalao, los fines de semana, vomitan hasta las entrañas sus excesos y enjuagan los condones usados. Y es allí, entre arbustos y barros donde los pastores de chotas se entrenan en el arte de escupir y masturbarse, ambas cosas ejercitadas con ahínco para matar el tiempo y ganar prácticas. Porque el azud es almofía que tiene y retiene todas las inmundicias que se recogen en las márgenes. Y los líquidos que en él se concentran son líquidos de bacía, con los restos de jabón y pelos tiesos que quedan al afeitarse las duras barbas los mozos que se preparan para pelear hembras y toros embolados con fuego en los días de fiesta, como los pelos de las piernas rasuradas de los ciclistas domingueros que almuerzan en bares perdidos torradas de capellanes despizcados con aceite de oliva y berenjenas.

El agua del azud que no es azud es agua de aljáfana donde se enjuagan las manos de grasa los moteros suicidas que corren apuestas por las carreteras que bajan y suben, que suben y bajan por la costa. Con temeridad. Es agua de saín y de la misma aljébana donde las sanguijuelas, las anguilas y los mújoles se atiborran de cienos y de ovejas hinchadas en las últimas avenidas, esto cuando los pesticidas y abonos y otros vertidos de los arrozales les dejan vivir en la sentina. Porque hemos visto, de vez en cuando, que allí se mueren los peces. Y flotan con sus escamas de plata con los plásticos que también flotan.

Debiera ser delito el que Villena no tenga derecho a aguas más dignas cuando desde siempre, desde los tiempos de los Manuel, desde sus entrañas ácueas y esponjosas, han salido líquidos de miel para regar, Vinalopó abajo, pingües cultivos; y más tarde para saciar con abundancia, ferrocarril abajo, la sed de una capital siempre sedienta. Debiera ser delito el resignarse al atropello de una política equivocada que llamándose AGUA sólo traerá la mugre o la sed. Pero la Villena que yo amo hay veces que está dormida porque no clama firme y al unísono contra el ultraje del traernos un agua de escombros. Para mi tristeza, a veces vence la Villena dormida. Mientras Villena duerme inconsciente, la Marquesa, ¡a lavarse el coño! Que ya es la hora. Que ya le toca otra vez la limpia de su ansiosa flor. ¡Ahora sí!

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