De recuerdos y lunas

El ridículo

Cuando hace unos meses quisimos en esta columna homenajear las Bodas de Plata de mi hermano Joaquín y de mi cuñada Paqui, paradójicamente, al contraste entre la unión feliz manifiesta en esos veinticinco años de alegrías y penas, de salud y de enfermedad, nos salió el escribir preocupado por las rupturas matrimoniales. Quien defienda, y sobre todo cuando hay hijos por medio, que no pasa nada, que es mejor romper antes que ofrecerles un espectáculo continuo de desavenencias, que se lo pregunte a aquellos hijos que, una vez la ruptura, no saben dónde poner ni sus ojos ni su corazón. Porque algunos se pierden con dolor y peligro en la búsqueda de la razón de lo incomprendido.

No deseo para nadie el infierno de mantener un convivir roto –ya lo dijimos–, ni de ofrecerlo como espectáculo diario de odios y reproches ante los hijos, pero esto no evita que con la ruptura sí que pase algo con ellos. Los hijos son personas y algunos, en un no saber a dónde acudir en estas experiencias de rompimiento, y pareciéndoles desde el dolor el mundo muy hostil, confabulado todo contra ellos, injusto con ellos, se extravían. Se descaminan sin norte. Sin luz.

Y ahora que nombro a los hijos, no deja de sorprenderme día a día cómo son verdaderamente carne de nuestras carnes, pero también –y mucho– manía de nuestras manías, tics de nuestros tics. ¡Qué risa la de un amigo cuando se entrevistó con la maestra de su hijo y ésta le dijo que había que ver cuánto se parecía el niño a su padre! El niño era adoptado. Pero era verdad que se parecía y se parece. Porque el hijo de mi amigo ha heredado de su padre putativo muchos gestos y expresiones que lo han hecho mucho como él. Que lo han hecho casi como él. Al hablar, al gesticular, al reír. También de la madre.

Cuando sin que se den cuenta en sus juegos, juego a la tarea de discernir qué hay en mis hijas de mi mujer, qué hay en mis hijas de mí, en sus rostros, en sus gestos, en sus actitudes, en sus expresiones, descubro que, gracias a Dios, son ellas mismamente ellas. Cada vez más. El abuelo Mateo, cada vez que escuchaba el arqueo de pareceres ante una criatura recién nacida: Que si la nariz es de su padre. Que si la barbilla la ha sacado de su abuela. Que si tiene los ojos de su madre y... Bla, bla, bla. Bla, bla, bla. Sentenciaba: —¡Ahí está lo que está!

Y es verdad. Cuando me fijo en mis hijas algo veo en ellas de mi mujer; algo veo mío en ellas, pero lo que veo no es adición sino fusión y confusión. Y esto sin entrar en lo que en sus cosas me recuerdan a nuestros antepasados, cosas que nuestro eslabón ha perdido pero que ellas recuperan como heredadas. Incluso de familiares que apenas conocieron o ni conocieron. Pero volviendo a las separaciones con las que empezábamos, y para terminar, me acuerdo de una anécdota de Alfredo Rojas relacionada con las rupturas matrimoniales. Ante la avalancha de separaciones que venía produciéndose de unos años para acá, porque un día te enterabas de un caso y otro día también, recuerdo que Alfredo ironizaba contándonos que cada vez que sabía de un rompimiento le decía a su mujer: "María, tantos años casados, estamos haciendo el ridículo". Esto decía Alfredo. O algo así. Que Alfredo siempre contaba mucho mejor las cosas. Y las decía con sabiduría. Y esto concreto, con la satisfacción de muchos años compartidos.

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