La Rockola de Fernando

El sueño de una noche de verano

Un año más. Empiezo en casa con los preparativos ya más que conocidos, sabedor de antemano de que, a pesar del exquisito cuidado puesto en tenerlo todo listo antes de empezar a cargar en el coche, se me olvidará alguna cosa. Solo espero entonces que al menos no sea nada de capital importancia. Por si acaso, mi acompañante, como si de un copiloto de aeronave se tratara, no deja de repetir todo aquello que debemos llevar.
Una manta para la arena, una nevera en la que sobre todo, no puede faltar el cava. Algunas delicias para un corto y nocturno aperitivo, unas velas y así todo aquello que estimo necesario para poder cumplir con la tradición de hace ya muchos años y que la noche de San Juan sea completa. Hace ya muchas décadas, en otra costa diferente a la actual, celebré en la playa mi primera noche de San Juan. Yo contaba a la sazón 19 años y para mí fue un completo descubrimiento.

Por aquel entonces la noche era casi exclusiva de los habitantes de los llamados barrios marítimos, barrios duros de Valencia, con reminiscencia de Blasco Ibáñez, de pescadores que nunca volvieron a casa y de barcas calafateándose en la arena, mientras Sorolla pinta o toma apuntes de esas damas paseando por la orilla o esos bueyes sacando del mar aquellas barcas de bou, de vela latina tan característica. Eran pues tiempos en los que si bien había mucha gente en la playa, ni por asomo tenía aquello nada que ver con las aglomeraciones salvajes que encontramos hoy en día.

Era fiesta principalmente de familias con niños, en aquellos merenderos que todavía permitían al usuario llevar de casa todo lo que quisiera y se conformaban con servir las ensaladas, las bebidas, los cafés y los helados y si acaso alguna que otra ración de pescado frito o clóchinas de la misma mar que a continuación sería protagonista de deseos. Ahí aprendí eso de saltar las 7 olas y se ve que entonces funcionaba, pues pocos años después, casaba con aquella que me había invitado a mi primera noche de San Juan y la primera, de entre otras muchas cosas, con la que salté aquellas 7 olas cogido de su mano.

Ya estoy cargando el coche y en nada salgo hacia Moraira. Ya me han informado de que la fiesta "oficial" se celebra en la playa de L´Ampolla, así que me he decantado por la de Les Platgetes, más reducida y por ende más tranquila. El viaje es corto y a esas horas de la noche, sobre las 21, muy agradable. Ausencia de tráfico, un cielo azul intenso y un aire fresco que hace muy agradable el conducir con la ventana bajada. Por el camino, música, charla y recuerdos que comparto, muchos recuerdos, no en vano una parte de mi vida y de la niñez de mi hija, transcurrió entre los veranos de aquella playa.

Al llegar ya veo que la tranquilidad que yo esperaba no va a ser tanta y ya de entrada me encuentro con que aparcar no es lo fácil que yo creía iba a ser, no obstante con paciencia y algo de maña, coloco el coche en un lugar de esos imposibles, mientras ya le pido a San Juan el primer deseo: que al volver esté allí el coche y que además no tenga ningún rascón. Con todo el cargamento a cuestas, nos dirigimos a la playa y allí, oh sorpresa (que no sorpasso), veo que la gente se ha inclinado por cenar sobre la parte de aparcamiento que hay sobre la playa y que tan solo una pareja ha elegido el mismo entorno que nosotros.

Manta a la arena, nevera a su sitio, velas encendidas en sus farolillos correspondientes, comida a la mano, aperitivo sobre la manta y la música sonando a un nivel aceptable. Si bien mi rubia valkiria se sienta sobre la manta con una posición parecida a la del loto o a la del indio que fuma en pipa, esto es, con las piernas cruzadas, mi opulenta anatomía y yo no encontramos la forma adecuada de sentarnos y es que debería haber cogido una silla de playa y olvidarme de sentadas a lo yogui, que nunca han sido mi fuerte, pero bueno, me acomodo como buenamente puedo y arrancamos con la cena.

Tras ella y tras ver unas cuantas estrellas fugaces que atraviesan el cielo ya oscuro, vemos como la luna, blanca, inmensa y eterna, se asoma por la parte del cabo de la Nao, dando a la noche la luz que le faltaba y la belleza que solo ella aporta. Me apresto entonces a encender un pequeño fuego en el que más tarde quemaremos esos deseos y mientras está ardiendo y ya son las doce, nos dirigimos a la orilla a mojar nuestros pies y dejar que nos golpeen las siete rituales olas. Después ya será el momento de saltar el fuego y con ello, como que dar ya por terminada la noche mágica.

Por la charla se siguen entrecruzando recuerdos de otras noches, miradas y cuentos que, al calor del cava se abren fluidos a los labios. Charla y el silencio que se va adueñando de la escena, pues un gaitero que se ganaba la vida tocando a los grupos que cenaban en la parte del parking y la algarabía de los niños jugando, ya hace rato que han desparecido. Llega el momento de recoger y lentamente emprender el camino a casa. La magia, la de verdad, es la que hacemos todos los días, cuando logramos sacar una sonrisa a alguien, cuando podemos ayudar, cuando esquivamos esta crisis como mejor podemos y cuando a pesar de todo y de todos, intentamos y a veces lo logramos, ser felices. Lo de hoy solo ha sido el sueño de una noche de verano.

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